La moralidad, a la venta

Cultura · Zygmunt Bauman
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12 enero 2016
Queremos gozar de una vida rica, acomodada, que nos ha llevado a asumir como principal indicador la adquisición, el shopping. Parece que todos los caminos que llevan a la felicidad llevan al negocio. Esto somete al sistema económico, y a nuestro planeta en general, a una presión enorme. Y es desastroso para las nuevas generaciones: es evidente que estamos viviendo por encima de nuestras posibilidades, a expensas de nuestros hijos.

Queremos gozar de una vida rica, acomodada, que nos ha llevado a asumir como principal indicador la adquisición, el shopping. Parece que todos los caminos que llevan a la felicidad llevan al negocio. Esto somete al sistema económico, y a nuestro planeta en general, a una presión enorme. Y es desastroso para las nuevas generaciones: es evidente que estamos viviendo por encima de nuestras posibilidades, a expensas de nuestros hijos.

¿Podemos encontrar alternativas al crecimiento de la producción y del consumo para hallar la satisfacción, en resumen para ser felices? Sería necesario si no queremos destruir nuestro hábitat y generar fenómenos catastróficos como las guerras. Los actuales niveles de consumo son ya insostenibles desde el punto de vista ambiental y también económico. La idea de la prosperidad más allá de las trampas del consumo infinito se considera una idea de locos o revolucionarios. Jackson dice que hay alternativas: las relaciones, la familia, los barrios, las comunidades, el significado de la vida.

Hay enormes recursos de felicidad humana que no se aprovechan. La mayor parte de las políticas realizadas en el mundo por parte de los gobiernos caminan en la dirección exactamente contraria. Estas políticas rara vez más más allá de la próxima cita electoral, rara vez miran hacia lo que sucederá dentro de 20 ó 30 años. Asistimos a un proceso de mercantilización y comercialización de la moralidad. Los mercados están acostumbrados a orientar las necesidades humanas, necesidades que en el pasado no satisfacía el mercado. Eso es lo que yo llamo “comercialización de la moralidad”.

Nuestra necesidad real debería ser cuidar de nuestros seres queridos. Creo que todos nos sentimos culpables porque no somos capaces de pasar tiempo suficiente con nuestros seres queridos. Hace veinte años, el 60% de las familias americanas se reunía alrededor de la misma mesa para cenar. Veinte años después solo lo hacen el 20%. La gente está más ocupada con el teléfono, el ipad, etcétera. Nuestra vida cotidiana ha cambiado profundamente a causa de las tecnologías, que seguramente han generado cosas positivas, pero también han creado daños colaterales. Hoy, si salimos sin el teléfono, nos sentimos desnudos. El límite entre el tiempo dedicado al trabajo y el dedicado a la familia se ha esfumado. Siempre estamos trabajando, llevamos la oficina en el bolsillo, no tenemos excusas. Debemos trabajar a tiempo completo. Y cuanto más se sube en la jerarquía, menos tiempo se tiene para uno mismo. Siempre al servicio.

Obviamente, los mercados y el consumismo no pueden arreglar esta situación, pero nos pueden ayudar a mitigar nuestra mala conciencia, y lo hacen animándonos a comprar. Al mismo tiempo que desaprendemos otras habilidades “primarias”. Por ejemplo, a reconocer el dolor, el dolor moral, que es muy importante, porque es un síntoma, nos ayuda a reconocer la fragilidad de los vínculos humanos. De pronto tenemos gente que tiene miles de amigos en internet, pero antes decíamos que los amigos se ven cuando se les necesita, y ese no es exactamente el caso de los amigos que tenemos por internet. Mientras nuestro sentido moral se mercantilice, la economía crecerá porque se pone en marcha por las necesidades humanas y deseos que está llamada a satisfacer, necesidades y deseos aparentemente “buenos”, como demostrar afecto a los demás.

Los grandes economistas del pasado decían que las necesidades son estables, y que una vez satisfechas dichas necesidades podemos pararnos a disfrutar del trabajo realizado. Existía la convicción de que al final del camino preparado al inicio de la modernización se tendría una economía estable, en perfecto equilibrio. Sucesivamente, se ha ido tomando un camino distinto. Se ha inventado al cliente. Se ha entendido que los bienes no tienen solo un valor de uso, sino también un valor simbólico, son los “status symbol”. Ya no se compra un bien porque se necesita sino porque se “desea”. El objetivo, por tanto, era desarrollar cada vez nuevos deseos en los seres humanos.

Pero hasta los deseos, llegado un cierto punto, se encuentran con sus límites. Y ese límite ha sido superado mercantilizando la moralidad: no hay límites para el amor, no hay límites para el afecto que queremos mostrar a los demás. Responsabilidad incondicional, sazonada con incertidumbres y ansias; este es el motor del consumismo actual, este es el impulso que nos empuja a hacer siempre más, a producir siempre más. Pero eso no es posible, los recursos siempre son limitados. Tal vez el momento de la verdad esté cerca, pero podemos hacer algo para ralentizarlo: emprender un camino auténticamente humano, un camino hecho de comprensión recíproca.

Intervención en el Foro de Economía de Trento

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