La lógica del enemigo

Mundo · Adriano Dell`Asta
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18 junio 2015
“Para el Papa, el enemigo número 1 es el yihadismo y no Rusia”. Así titulaba un artículo el diario Le Figaro el pasado 10 de junio. Un título extraño y demasiado lleno de implicaciones, porque la idea de que el Papa y Rusia puedan mirarse como enemigos no resulta muy creíble tratándose de un Papa como Francisco. Además, la idea de que Rusia no sea el enemigo número 1 hace pensar inmediatamente que entonces podría ser el número 2, ó 3…, pero en todo caso enemigo, lo cual no es muy consolador.

“Para el Papa, el enemigo número 1 es el yihadismo y no Rusia”. Así titulaba un artículo el diario Le Figaro el pasado 10 de junio. Un título extraño y demasiado lleno de implicaciones, porque la idea de que el Papa y Rusia puedan mirarse como enemigos no resulta muy creíble tratándose de un Papa como Francisco. Además, la idea de que Rusia no sea el enemigo número 1 hace pensar inmediatamente que entonces podría ser el número 2, ó 3…, pero en todo caso enemigo, lo cual no es muy consolador.

Por desgracia, más allá de las intenciones e interpretaciones, el título refleja una situación real, una situación de malestar, de sospecha y falta de estima, cuando no de miedo, en la que Occidente y Rusia están implicados, y de la que les cuesta salir. El otro es mirado como un enemigo, y el título del prestigioso diario francés refleja bien esta forma de estar ante las cosas. Más duramente que el periódico francés y, hay que admitirlo, con mucha menos delicadeza, este clima de desprecio ha salido a la luz en algún órgano de información rusa que, demasiado preocupado por embellecer la figura de Putin, ha transformado el medallón del pontificado que representa al ángel de la paz y que Francisco le regaló al presidente ruso (como suele hacer con los gobernantes que le visitan) en una medalla con la que el Papa habría condecorado a Putin, “a pesar –dicen algunos– de la petición americana de ser duros con él”.

Malestar en un clima muy tenso, con una patética búsqueda de reconocimiento que roza el ridículo. Se juzguen como se juzguen ciertos episodios, no resulta difícil ver florecer en ambas partes la vieja lógica de la búsqueda y de la identificación del enemigo. Es una atmósfera estéril y llena de odio, en la que, como decía Solzhenitsyn, “se pierde la percepción de la humanidad como algo unitario e indivisible y se acelera la ruina”. Hasta los mejores acuerdos, en una situación como esta, tendrían poco respiro y sobre todo dejarían intacta la lógica que ha llevado al enfrentamiento actual. Ha sido y es una lógica de grandeza, en la cual, por una parte y por otra, lo que se puede ganar en potencia física se termina perdiendo inevitablemente en riqueza moral. Cada una de las partes que juzgue lo que ha buscado en la otra y lo que ha conseguido.

La lógica con la que los países del antiguo imperio soviético salieron de la tragedia del totalitarismo sin derramamiento de sangre fue completamente distinta, era una lógica donde la contraposición era rechazada desde el principio, y por paradójico e increíble que pueda parecer, se rechazó desde el principio en un régimen que hizo en cambio de la lógica de la eliminación del enemigo su punto fuerte.

A la lógica del enfrentamiento y del odio al otro le sustituyó la lógica del arrepentimiento y del perdón. Era una lógica donde cada uno se ponía en discusión a sí mismo, convencido, como recordaba siempre Solzhenitsyn, de que “la línea de demarcación entre el bien y el mal no pasa entre los países o las naciones, ni entre partidos y clases, ni siquiera entre hombres buenos y hombres malos (…). Esta frontera atraviesa el corazón de cada hombre, pero incluso allí el foso no está cavado de una vez para todos, sino que cambia y oscila con el tiempo y las acciones humanas”.

La perspectiva que puede abrirse aún hoy a partir de esta lógica no es la de improbables y sangrientas victorias sobre el terreno o la de acuerdos inestables y de todos modos injustamente dolorosos, como suele pasar en todos los compromisos; se abre sobre todo la vía de un trabajo de crecimiento y purificación a la que todas las partes están invitadas, y cada miembro de las distintas partes.

La Iglesia, las iglesias, de las que todos esperaban de la visita romana del presidente ruso palabras de condena o de absolución, pueden indicar un camino de este tipo. Ya lo han hecho y lo están haciendo. El Patriarca Atenágoras, al que tanto debemos por el comienzo de acercamiento entre la Iglesia ortodoxa y la católica, tratando de explicar de dónde nace esa nueva energía y también la genialidad y el coraje de tantos pasos inesperados y antes impensables, dijo: “Hay que conseguir desarmarse. Yo esta guerra la he combatido. Durante años y años. Y ha sido terrible. Pero ahora estoy desarmado. Ya no tengo miedo a nada, porque el amor vence al miedo. Ya no voy armado con la voluntad de ganar, de imponerme a costa de los demás. Ya no estoy alerta, celosamente aferrado a mis riquezas. Acojo y comparto. No defiendo especialmente mis ideas y proyectos. Si me proponen otros mejores, los acepto de buena gana. Mejor dicho, no mejores sino buenos. Ya lo sabéis, he renunciado al comparativo… Lo que es bueno, verdadero, real, esté donde esté, es lo mejor para mí. Por eso ya no tengo miedo. Cuando ya no posees nada, ya no tienes miedo. ¿Quién nos separará del amor de Cristo? (…) Pero si nos desarmamos, si nos despojamos, si nos abrimos al hombre-Dios que hace nuevas todas las cosas, entonces él elimina el pasado malvado y nos devuelve un tiempo nuevo donde todo es posible”.

Un camino personal que abrió perspectivas universales. Pero el método no ha dejado de actuar y operar. La propuesta de la unificación de la fecha para la celebración de la Pascua hecha por el Papa Francisco, con su desarmada y desarmante informalidad, iba exactamente en la dirección de la guerra contra el egoísmo y la cerrazón de la que hablaba el Patriarca Atenágoras. Él también nos está sugiriendo un método. Aceptarlo o no es tarea de cada hombre, empezando por los jefes de Estado y de las iglesias, y llegando hasta cada uno de nosotros.

Si alguien pensara que el ejemplo del Patriarca Atenágoras es demasiado lejano en el tiempo y la propuesta del Papa Francisco es demasiado intra-eclesial, se le podría responder recordándole el verano de hace 26 años. Era el 23 de agosto de 1989, cuando una cadena humana de más de dos millones de personas, a lo largo de más de 600 kilómetros, unió idealmente a Estonia, Letonia y Lituania, conectando las ciudades de Tallin, Riga y Vilna. Aún existía la Unión Soviética y los manifestantes pedían la independencia de sus países, que la armada roja había liberado de los nazis pero luego había ocupado con sus propios carros y no se había marchado. Ese día los carros se quedaron en el cuartel y unos meses después llegaron la independencia y la libertad.

Es verdad, aceptar esta perspectiva nos expone al riesgo de una apertura asimétrica, es decir, al riesgo de la libertad (los carros armados podrían haber salido de los cuarteles), ¿pero qué libertad sería la nuestra y qué libertad tendríamos nosotros si no se la concediéramos a los demás?

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