La lluvia siempre es lluvia
Cuando Sunak se volvió y abrió la puerta del número 10 de Downing Street, para volver a la residencia oficial, estaba empapado. Había anunciado la convocatoria de elecciones en la calle. Lo había hecho como suelen hacerlo los primeros ministros británicos, delante del atril que se utiliza en las grandes ocasiones. Y llovía, llovía mucho en Londres. En el Reino Unido siempre llueve o siempre está a punto de llover. Pero desde hace cuatro años llueve de otra manera.
El Reino Unido abandonó la UE, sólo con el apoyo de la mitad de la población, persiguiendo el sueño de mejorar su economía y ganar libertad. Desde hace tres años los británicos pueden beber el vino en botellas de medio litro gracias a la desregulación y pueden competir en el mercado financiero con menos cortapisas. Todavía es pronto para evaluar las consecuencias del brexit, pero ya sabemos que el Reino Unido ha tenido que reinventar su política comercial sin obtener claras ventajas. Hay menos inversión. Hay problemas para encontrar trabajadores en algunos sectores y menos crecimiento.
El “exit” ya no está de moda. Muchos de los partidos identitarios o soberanistas, que concurren a las elecciones, han dejado de reclamar la salida de la UE. Le Pen, por ejemplo, ya no pide el abandono de Francia.
El antieuropeísmo, más o menos radical, en muchas ocasiones es el resultado de haber sucumbido a una vieja tentación. Se rechaza la UE, se le crítica por no ser un referente válido, porque se sueña con un mundo que nunca ha existido y que nunca existirá. Se culpa a la UE de arrebatarnos un mundo en el podríamos ser felices cuando en realidad ese mundo no es más que una sublimación de nuestras frustraciones. Es un modo muy fácil de rendirse. El antieuropeísmo se alimenta de la defensa de un Estado-nación al que se le atribuye ser una instancia moral de máximos que, en realidad, nunca ha existido ni existirá. Una estructura política, sea cual sea, tiene un papel mucho más modesto: no genera referencias que den sentido a la vida de la gente. Y si lo pretende se convierte en algo peligroso. Acusar a la UE de haber traicionado la tradición europea, de antioccidentalismo, de globalismo, pone en evidencia que se concibe esta tradición como algo muerto, encerrado en sí mismo, algo necesitado de la defensa y la tutela del poder para seguir vivo.
Hay que repetirlo: en el balance de la última legislatura europea hay elementos negativos. El Pacto Migratorio ha llegado tarde y mal. Los pagos a terceros países para que acepten migrantes expulsados son vergonzosos. La política agraria no ha sido flexible. Pero hay motivos para considerarse orgullosos de lo que ha hecho la UE ante algunos desafíos. Por ejemplo de lo que ha hecho para resolver la crisis provocada por la pandemia (800.000 euros en políticas de estímulo), para responder a la invasión de Rusia, para adecuar las reglas fiscales a las circunstancias, para impulsar reformas nacionales, para intentar introducir controles en la Inteligencia Artificial, para defender el Estado de Derecho. Hubo una primera respuesta egoísta ante el COVID pero después llegó la colaboración. Las sustanciosas ayudas para los países del sur, especialmente para España y para Italia, han corregido los errores cometidos en la crisis de 2008 y han permitido que la crisis económica no tuviera consecuencias nefastas.
A la UE hay que pedirle mucho más y mucho menos. Hay que pedirle lo mismo que le pedía Agustín al Imperio Romano: paz y una dosis razonable de seguridad y bienestar. En el continente llueve menos que en el Reino Unido. Pero la lluvia siempre es lluvia.
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