La literatura era una fiesta

Cultura · Álvaro de la Rica
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6 julio 2011
No soporto el discurso, por más aparentemente justificado que esté, de los derrotistas. Huyo de ellos como de la peste, y no exagero. En general no los trago en ningún aspecto de la vida, menos que ninguno en el espiritual (baste con decir que los lamentos pseudoapocalípticos tienen más de blasfemo que de piadoso, o es que Dios ha dejado en algún momento de serlo). En literatura también es insoportable dicha actitud lastimera, venga de parte de escritores, libreros, editores, profesores o quien sea.

Si ya se lee poco o mal, encima no demos más el coñazo con el temita: jamás se supo de nadie que leyera por tener alguien al lado que le reprochase no hacerlo. Yo cada año tengo que enseñar literatura universal a un grupo de cien alumnos de dieciocho años, de modo que creo que estoy en una posición privilegiada para despotricar. Pero no lo hago, salvo respecto de mí mismo, de mis limitaciones inmensas a la hora de enseñar, de abrirme a ellos, de transmitirles algo de valor. Por ejemplo el valor puro y simple de la lectura, tal y como la concibió mi venerado Agustín de Hipona hace dieciséis siglos.

Por decirlo con palabras de otro maestro, Harold Bloom  (¿Dónde se encuentra la sabiduría?, Taurus, 2005, un libro que si no habéis leído no sabéis lo que os perdéis), San Agustín fue el primero de una larga lista (que incluye a Cervantes, Montaigne, Proust, Joyce, Borges, Kafka, Steiner, Vila-Matas o Valeria Luiselli) que vinculó lectura y memoria. De ese modo creó una memoria autobiográfica, transformó la vida en texto y desafió a la muerte por medio del recuerdo escrito. Yo también estoy convencido de que la sola lectura "no nos salvará ni nos hará sabios, pero sin ella nos hundiremos en la muerte en vida" (Bloom, id).

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