La libertad religiosa y la lección de los paganos (II)

Cultura · Giuseppe Fidelibus
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25 mayo 2015
¿Qué hay de la centralidad de la conciencia al reclamar el derecho a la libertad religiosa? Para responder, sigamos la indicación cultural de Belohradsky al volver a aquel momento de la historia tardo-antigua donde un nuevo converso a la vida cristiana, san Pablo, habla con afecto y estima de la “conciencia” de sus contemporáneos paganos.

¿Qué hay de la centralidad de la conciencia al reclamar el derecho a la libertad religiosa? Para responder, sigamos la indicación cultural de Belohradsky al volver a aquel momento de la historia tardo-antigua donde un nuevo converso a la vida cristiana, san Pablo, habla con afecto y estima de la “conciencia” de sus contemporáneos paganos: “Cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las exigencias de la ley, ellos, aun sin tener ley, son para sí mismos ley. Esos tales muestran que tienen escrita en sus corazones la exigencia de la ley; contando con el testimonio de la conciencia y con sus razonamientos internos contrapuestos, unas veces de condena y otras de alabanza” (Rom 2, 14).

En un mundo (el de los actuales estados teocráticos siguiendo la misma estela que los greco-romanos) donde el Estado produce “sus” religiones, con sus respectivos cultos, este hombre hace valer la conciencia como sede apropiada de la “ley”, lugar de su “escritura” (atención: las llamadas “leyes no escritas”, de memoria antigua, quedan aquí ya destituidas como ilegítimas); es el núcleo vital, el que confiere sentido a actos y juicios cuando condena o alaba. La conciencia consiste en esta ley que, aun sin tener ley, son para sí mismos ley. Para Pablo no aparece como una indiferenciada y conciliadora esfera interior que preside un igualmente inmune ámbito de prácticas religiosas, ya sean sociales o individuales. Es una vida “legislativa”, donde la ley del pensamiento preside y procede a la imputación de actos jurídicos, de condena o alabanza, en virtud de una conciencia que es “testigo”: ¿es verdad?, ¿es justo?, ¿es bueno?, ¿es bello?

Para Pablo esta es la vida de una persona y de una sociedad que el Estado “no puede producir” por sí mismo. El espacio de lo “sagrado”, ocupado hasta ahora por el variado mundo del mercado religioso pagano “que el Estado produce”, pasa a estar habitado por esta vida consciente que traspasa la función mítica irracional del poder y excede –normativamente– esa reducción de sí (aunque también del Estado y de la ley) a “aparato anónimo”. Así, también la “libertad religiosa” se sustrae a la lógica consumista de una opción indiferenciada y arbitraria en el escaparate del nutrido marketing religioso global. Su espacio consciente es nuevo espacio para el verdadero “culto”. Es el espacio del yo como orden de un diálogo viviente, y por ello “escrito”, palabra. Me atrevo a decir que esta sugerencia de Pablo sobre la autoconciencia como centro dinámico de la propia “libertad religiosa” es un tema todavía –en mi humilde opinión– demasiado ignorado (tanto en la academia teológica como en la filosófica) en el actual debate sobre la libertad religiosa, fácilmente reducida, de manera banal, a una cierta, indiferente opción entre formas culturales de la devoción.

Trataré ahora de declinar los movimientos de esta “conciencia” –en sentido paulino– desde dentro de la experiencia pagana tardo-antigua, para evitar confundir la discusión con una subrepticia forma de apología de cualquier “religión”, incluida la “cristiana”. Para ello utilizaré dos textos de aquella tradición que (con fidelidad al pronunciamiento inicial de Belohradsky) es genuinamente greco-romana, confrontándolos después con un pasaje de la patrística cristiana, de donde sacaremos alguna conclusión. Los dos primeros nos permitirán indicar, digamos en negativo, los rasgos de la conciencia religiosa pagana allí donde, internamente, se la acusa de una ausencia, clamorosa en este caso.

El primero de los textos elegidos es “De natura deorum”, de Cicerón, escrito en el siglo I a.C. En él habla un pontífice pagano, Cotta, inclinado al culto, cuya conciencia se suma simétricamente a un cierto escepticismo filosófico y un intransigente conservadurismo religioso: “Yo, que soy pontífice, que considero un deber sagrado defender los ritos y las doctrinas de la religión establecida, desearía muy de veras estar convencido de este dogma fundamental de la existencia divina, no como de un artículo meramente de fe sino como de un hecho comprobado o verificado (…). Yo debía mantener las creencias relativas a los dioses inmortales que han llegado hasta nosotros desde nuestros antepasados, así como los ritos, ceremonias y deberes de la religión. Por mi parte, siempre los mantendré y siempre lo he hecho así, y ninguna elocuencia, sea de quien sea, docta o inculta, nunca podrá apartarme de la creencia sobre el culto de los dioses inmortales que he heredado de nuestros antepasados. (…) La religión del pueblo romano comprende el ritual, los auspicios (…). Siempre he albergado la convicción de que Rómulo mediante sus auspicios y Numa con su determinación de nuestro ritual pusieron los cimientos de nuestro estado (…). Ahí tienes, Balbo, la opinión de un Cotta y un pontífice. Haz ahora que yo llegue a comprender qué es lo que tú opinas. Tú eres un filósofo y yo debería recibir de ti una prueba de tu religión”.

La conciencia religiosa del pontífice sufre una evidente coacción debido a un dualismo patológico. La fuerza de conservación se ve pobre y débil de razones, y pide entonces “fundar la religión con la razón”. Atención: este estado coaccionado de su conciencia revela una patológica condición estatutaria en los mismos “fundamentos de nuestro estado”. No se contenta con presidir con autoridad el variopinto cielo religioso del politeísmo pagano y sus fantasiosas formas cultuales. Para él (¡qué actualidad tiene esto!), es cuestión de “alcanzar el conocimiento verdadero” de ese mundo. Para él, como para nosotros, “recuperar los fundamentos es la mayor urgencia que tenemos”, como dice Julián Carrón.

Subrayo la actualidad de esta situación precisamente porque no solo afecta –o no tanto– a quien, como aquella joven universitaria, ha decidido que “no quiere la libertad” sino, a mayor y más fuerte razón, a aquellos que pretenden (urgente y legítimamente) defender y promover el derecho a la libertad religiosa. Fuera de este “querer alcanzar el conocimiento verdadero” de aquello a lo que se rinde culto, se realiza –hoy más que entonces– el estado mentiroso, que ya denunció Pasolini, de una conciencia “con que viven la intolerancia real de estos años de tolerancia”. Es precisamente este estado mentiroso de la conciencia religiosa actual, querido por el poder igual que en la antigüedad pagana, el mejor aliado de esa “sociedad permisiva” que no necesita más que “consumidores”. El “mercado de la conciencia” sustituye ahora, religiosamente, al “conocimiento del mercado”. Reclamar “un conocimiento verdadero” de eso que la propia conciencia exige es, en este sentido, el mejor servicio que la libertad religiosa puede prestar a la polis actual. Urge, más que entonces, “pedir fundar la religión con la razón”.

La conciencia sobre la que se ha apoyado el derecho a la libertad religiosa comporta esencialmente una instancia de la razón como espacio donde la verdad se ofrece a la experiencia humana. No se trata ni solo ni tanto –como en el mundo del panteón romano– de acrecentar hipertróficamente la oferta de cultos legítimos, sino más bien de legitimar correctamente el espacio donde se ofrece la verdad a esta conciencia, que es “cívica” (es decir, relativa a la polis) más que –y no solo– religiosa. Un espacio así se perfila cada vez más, a la luz de la conciencia pagana de Cotta, como una posibilidad de liberación de la libertad religiosa y de sus reducciones religiosas. De hecho, el espacio de la conciencia encuentra en el llamamiento de la verdad su reclamo original. Una eventual concesión de este llamamiento por la vía religiosa la llevaría inexorablemente a su deslegitimación individual y social a la vez, en definitiva a su connivente puesta en venta ante las formas temporales y mutables del poder: religión, opio de los pueblos. Recuperar los fundamentos es, en último término, un trabajo urgente (de pensamiento) que respecta eminentemente a las competencias de una conciencia así, ya sea pagana o cristiana, en cualquier latitud religiosa en que pueda situarse.

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