La libertad religiosa no depende del poder. Palabra de Agustín (y 4)

Cultura · Giuseppe Fidelibus
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17 junio 2015
Agustín de Hipona no solo es compatriota del rector platónico africano, sino también uno de sus principales lectores y más benévolos críticos: “Así que dos amores fundaron dos ciudades; es a saber: la terrena, el amor propio, hasta llegar a menospreciar a Dios, y la celestial, el amor a Dios, hasta llegar al desprecio de sí propio. La primera puso su gloria en sí misma, y la segunda, en el Señor; porque la una busca el honor y gloria de los hombres, y la otra estima por suma gloria a Dios, testigo de su conciencia”, escribe en “De civitate Dei”.

Agustín de Hipona no solo es compatriota del rector platónico africano, sino también uno de sus principales lectores y más benévolos críticos: “Así que dos amores fundaron dos ciudades; es a saber: la terrena, el amor propio, hasta llegar a menospreciar a Dios, y la celestial, el amor a Dios, hasta llegar al desprecio de sí propio. La primera puso su gloria en sí misma, y la segunda, en el Señor; porque la una busca el honor y gloria de los hombres, y la otra estima por suma gloria a Dios, testigo de su conciencia”, escribe en “De civitate Dei”.

San Agustín responde así a la vieja cuestión de los cultos religiosos paganos abolidos en la época post-constantiniana y a la acusación de los paganos a los cristianos de ser, por este motivo, la causa de la caída de Roma y de su imperio. La respuesta de Agustín comporta, para nuestra cuestión, un salto teorético de considerable espesor. No son las religiones (como tampoco lo son las costumbres, las lenguas, las filosofías) las que constituyen el núcleo de la cuestión, sino el orden dual de las ciudades como dos ámbitos jurídicos co-extensivos de la dualidad del “ordo amoris”. Lo cual distingue a pueblos y naciones, al igual que a los individuos e incluso sus propias decisiones y actos. La instancia de Cicerón (conciencia ligada a la receptividad cognoscitiva de la verdad y de los religioso) y la de Apuleyo (pertinencia de la relación personal con lo divino respecto a la totalidad de la experiencia jurídica vivida) quedan asumidas en el orden dual del amor como institución cívica. Espacio de conciencia y espacio dual de ciudadanía (de Dios con los hombres y de los hombres) se amplían e implican normativamente. De modo que el mismo orden cultual queda reabsorbido en el espacio viviente de los dos amores: en él transcurre también la relación histórica entre los dos tipos de convivencia humana (sociedades). Ambos connotan el espacio positivo de la conciencia, hasta el punto de que “para establecer las características de cada pueblo hay que tener presente lo que ellos aman”, los intereses que cada uno de ellos persigue.

Aquí se entiende que el “ordo tolerantiae” cede su puesto al “ordo amoris”, al determinar las identidades o diferencias y al sustraer el espacio de la conciencia a la iniciativa manipuladora del poder. Resulta que el objeto del “ordo amoris” (tanto en su disposición receptiva como activa) no es solo “tolerado” sino que es un sujeto amante-amado.

Por tanto, la libertad religiosa se juega sobre este doble parámetro normativo: su vida consciente es vida de amor y su régimen de pensamiento viene dado por el régimen dual del “ordo amoris”; un régimen genuinamente caracterizado como doble régimen de ciudadanía, ejercitable tanto por sujetos jurídicos individuales como por pueblos y naciones. Por eso una civitas ejercita con legitimidad la misma libertad sin esperar el reconocimiento legitimador de la otra. Es más, cualquier acción dirigida a deslegitimar a la una comporta, a mayor razón, la deslegitimación de la otra. La misma apelación a la verdad llega entonces a la conciencia mediante la relación dinámica entre los dos polos del amor: el espacio propio de la conciencia encuentra en el “ordo amoris” la oportunidad jurídica de ser tocado –por vía de la experiencia histórica– por la misma paternidad de Dios (gracia), Dios “conscientiae testis”. Justamente así, parafraseando a Agustín y Pasolini, la “necesidad de soldados y también de santos y artistas” se sustrae del presidio de las “sociedades represivas” y se ordena en el sentido dual del amor, en el ámbito del doble régimen jurídico de ambas “civitates”. Agustín se sitúa así como el perfecto “laico” de nuestro debate sobre el derecho a la libertad religiosa reclamado por el autorizado documento conciliar. Querer o no esa libertad es una opción que tiene sentido solo dentro de este régimen de pensamiento (y de conciencia) donde la medida de la realidad, demandada a la verdad, se encuentra ahora sometida al régimen dual del amor, y no ya bajo el de la ideología dominante o el poder económico-político vigente.

Des-clericalización de lo religioso, por tanto, en el espacio libre de la “conciencia” de los respectivos “ciudadanos” y en el ámbito de los respectivos ordenamientos. Así, la misma razón se convierte en el trabajo de la libertad en su movimiento dentro de la unidad dual del “ordo amoris”. Es la elocuente conclusión a la que llega el diálogo crítico de Agustín, esta vez con nosotros los paganos pero con la irreprensibilidad ética de los monjes cristianos propia de la herejía pelagiana: “Porque si el camino de la verdad permaneciera siempre oculto para el hombre, el libre albedrío de nada le serviría sino para pecar. Y aun cuando lo que debe obrar el hombre y el fin mismo de la obra estuviere patente, aun así no se obra, no se abraza el bien ni se vive justamente si al mismo tiempo el bien no nos deleita y no se ama” (“El espíritu y la letra”). La idea misma de “libertad religiosa” llegó con Agustín hasta este punto de la vida consciente: la verdad misma, si no se convierte en experiencia de amor, no llega a ser conscientemente seguida y conocida, ni por tanto jurídicamente experimentada.

Esta perspectiva de su pensamiento aún puede ser –en diálogo con cualquiera– una proficua provocación a replantear razonablemente el tema de la libertad religiosa. En ella –como en el horizonte de un pensamiento apropiado– la libertad religiosa se encuentra liberada del lastre mitológico de las religiones y marcada por la positiva paternidad de una vida amorosa. En el ámbito dual de tal vida amorosa se pone en las condiciones de poder experimentar, de hecho, el derecho de ciudadanía que le compete, no solo como “consumidora” de cultos y devociones del actual marketing religioso, sino como protagonista consciente de relaciones públicas y jurídicas, y dentro de la paternidad normativa de una soberana relación de amor.

El espacio político no es espacio de libertad –mucho menos de la “religiosa”– a menos que haga espacio a esta verificable vida de amor donde la verdad misma se ofrece a la verificación razonable de la conciencia humana de los sujetos individuales, de los grupos humanos y de naciones enteras: no un poder que se impone sino la gracia de una verdad que se ofrece dejándose amar. La “libertad religiosa” o es una experiencia de libertad en acto –conscientemente pública y viva en el presente– entre los hombres, o el diálogo sobre el derecho a su ejercicio se vacía de sentido, terminando por esclavizar, quizás con nuevas formas, los habituales juegos de conquista y mantenimiento del poder (religioso, político, económico…).

La conciencia que la animará no será entonces una reserva espiritual en retirada de la vida, sino la experiencia vivida en la forma jurídica de una ciudad, de una vida de amor, es decir, que ejercita ya su legítimo derecho de ciudadanía entre los hombres. El “precio” del martirio no será una pena que pagar sino su completa certificación. Por otra parte, la aridez de esta vida consciencia coincide con el vaciamiento deslegitimador de la subjetividad jurídica de las religiones, grandes o pequeñas, antiguas tradiciones o emergentes. En el horizonte dual del fenómeno de la ciudadanía el diálogo sobre la libertad religiosa encuentra su espacio de sentido, si no se quiere volver al antiguo “mercado del culto”, donde por la falta de vida consciente las inteligencias paganas han sufrido participando y obteniendo resultados deshumanizantes.

Respecto al debate sobre la libertad religiosa, puede ser útil, como síntesis y como deseo universal (válido no solo para los católicos de la Iglesia actual sino para cualquier sujeto implicado en cualquier experiencia religiosa), el énfasis de don Giussani tras su visita a Tierra Santa. La referencia a la Iglesia de hoy agudiza el sentido de urgencia que tiene para los cristianos, marcando una cuestión fundamental y en último término legitimadora del diálogo con las grandes religiones del mundo: “Viendo estos lugares –observa con inteligencia– donde una humanidad viva, determinada embrionalmente y seminalmente, pudo echar raíces y tener la fuerza de resistir, de comunicarse y de arrastrar al mundo, es claro que en la vida de la Iglesia de hoy lo que cuenta es la viveza de una fe renovada y no un poder derivado de una historia, de una institución que se ha afirmado o de un ordenamiento intelectual teológico. Lo que cuenta es realmente que la vida comenzada con María y José, con Juan y Andrés, vuelva a encenderse en el corazón de la gente, que a las personas se les ayude a tener un encuentro que cambie su vida como sucedió en los orígenes del cristianismo (…). Lo que uno se lleva de ese lugar es el deseo, la urgencia de que la gente se dé cuenta de todo lo que sucedió. Pero, en cambio, parece que hoy se pueda borrar lo que sucedió como se borra con el pie una letra sobre la arena, una letra sobre la arena del mundo. Y esto sucede precisamente porque lo que sucedió es una propuesta a la libertad del hombre y para que quede claro que el poder es de Dios” (L. Giussani, Tras las huellas de Cristo).

El diálogo sobre el derecho a la libertad religiosa, o consigue volver a encender esta vida (jurídica) –que tiene su fundamento en el diálogo entre esa libertad y esa potencia– como experiencia de convivencia entre los hombres (ciudad) o bien, de otro modo… ¿de qué estamos hablando?

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