La ley, la ética religiosa y el debate público

Mundo · Jorge E. Traslosheros (México D.F.)
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5 febrero 2010
Los recientes debates en México -que giran en torno al valor de la vida, la familia y la libertad religiosa- han traído a colación uno de los argumentos favoritos del secularismo sacrofóbico: que los gobernantes no deben dejarse influir en la toma de decisiones por una ética que tenga su origen o sustento en la religión. Hacerlo sería, ¡Dios no lo quiera!, atentar contra el sacrosanto Estado laico.

La realidad es que la ética religiosa en un Estado laico ejerce una influencia decisiva, sobre todo si se pretende democrático. Pensemos en el decálogo, un texto brevísimo que es reconocido por las tres grandes religiones monoteístas como explícitamente revelado por Dios y, en general, por todas las religiones y personas de buena voluntad como un texto que presenta una ética profundamente humana. ¿Debería ejercer alguna influencia en un Estado laico? Veamos.

Los tres primeros mandamientos están dedicados a la relación con Dios: amarlo, honrarlo y santificar sus fiestas. ¿Debería un político, en aras del Estado laico, prohibir todo culto a Dios o su manifestación pública en plazas o edificios construidos para tal efecto? ¿Acaso debería prohibirse creer en Dios? La historia reciente nos indica que tal proceder es propio de estados totalitarios y que quien lo lleva a cabo se convierte en un dictador. Por lo mismo, en una democracia laica que se tome en serio al pueblo, el Estado se obliga, por razones éticas vinculadas a la religión, a garantizar el cumplimiento de los tres primeros mandamientos, obvio es decir que sin preferencia por religión alguna. Sigamos adelante.

Pensemos en el sexto y novenos mandamientos, que mueven a respetar el propio cuerpo y a no utilizar como instrumento el de los demás. En aras de un Estado laico, ¿deberíamos legalizar el tráfico de personas, la prostitución infantil y el secuestro? ¿Deberíamos promover tal vez el consumo de drogas toda vez que la ética religiosa lo desaconseja?

Pensemos ahora en los restantes mandamientos, que impelen a honrar a los padres, no matar, no mentir, no robar, no levantar falso testimonio. Si quienes condenan la influencia de la ética fundada en la religión pensaran bien lo que dicen y fueran consecuentes con sus palabras, entonces se deberían derogar las leyes relativas a la seguridad para los ancianos, discapacitados y enfermos, contra la violencia intrafamiliar, el parricidio como agravante del homicidio y por supuesto el homicidio, además de la protección a mujeres, viudas y huérfanos, así como el hurto, el abuso de confianza, el fraude, etc.

Tal forma de argumentar contra las religiones resulta ser un embuste para justificar lo injustificable que es la desaseada manera de gobernar y lo injusto del proceder de los políticos. Es, para no ir más lejos, una confesión de parte, pues si usáramos el decálogo como vara de justicia para medir y pesar a varios de quienes nos gobiernan, que es lo que hizo precisamente san Juan Bautista con Herodes, ¿quién daría el ancho? Todos los mandamientos coinciden en un punto: reconocer la dignidad de Dios, del prójimo, de uno mismo y actuar en consecuencia. Esto reporta, sin duda alguna, un bien para cualquier sociedad y para la humanidad. ¿Qué esconden entonces detrás de su ataque a la libertad religiosa? En mi opinión, las ganas de hacer una sociedad a la medida de su mediocridad.

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