Editorial

La legitimidad quebrada

Editorial · Fernando de Haro
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30 julio 2017
Fin de curso político. Todo parece invitar al optimismo, al menos desde la perspectiva española. Y, ¿por qué no?, también desde la europea. Hace once meses volvíamos de las vacaciones estivales con el miedo a las citas electorales en Holanda y en Francia. May estaba ya instalada en el número 10 de Downing Street con la promesa de negociar un Brexit duro y la amenaza de una salida del Reino Unido sin acuerdo. El descanso en la playa o en la montaña llega con un Macron, presidente europeísimo, en el Elíseo y con mayoría suficiente en las cámaras. Merkel está muy reforzada para los comicios de octubre. La lucha contra el proteccionismo y el “negacionismo ambiental” ha consolidado en el último G20 un cierto frente europeo que, de pronto, sabe por lo que luchar. Y la primera ministra británica ya no cuenta con mayoría absoluta, tendrá que aceptar un Brexit blando. El caso de Italia tendrá que esperar unos meses antes de que se despeje la incógnita. ¿Podemos dar por superada la turbulencia? ¿Año ganado al nacionalismo y al populismo que cuestionaban la Europa fraguada en la posguerra?

Fin de curso político. Todo parece invitar al optimismo, al menos desde la perspectiva española. Y, ¿por qué no?, también desde la europea. Hace once meses volvíamos de las vacaciones estivales con el miedo a las citas electorales en Holanda y en Francia. May estaba ya instalada en el número 10 de Downing Street con la promesa de negociar un Brexit duro y la amenaza de una salida del Reino Unido sin acuerdo. El descanso en la playa o en la montaña llega con un Macron, presidente europeísimo, en el Elíseo y con mayoría suficiente en las cámaras. Merkel está muy reforzada para los comicios de octubre. La lucha contra el proteccionismo y el “negacionismo ambiental” ha consolidado en el último G20 un cierto frente europeo que, de pronto, sabe por lo que luchar. Y la primera ministra británica ya no cuenta con mayoría absoluta, tendrá que aceptar un Brexit blando. El caso de Italia tendrá que esperar unos meses antes de que se despeje la incógnita. ¿Podemos dar por superada la turbulencia? ¿Año ganado al nacionalismo y al populismo que cuestionaban la Europa fraguada en la posguerra?

Hace un año España seguía sin Gobierno. Y se enfrentaba a un tormentoso verano, no eran descartables unas terceras elecciones. Por eso Rajoy se ha presentado en los últimos días, antes de unas “vacaciones normales”, como el campeón europeo de la estabilidad política y de los buenos resultados económicos. Ya dijo hace nueve meses Merkel que el español tenía la piel de elefante. A pesar de no poder contar el apoyo de los socialistas, Rajoy ha sacado adelante los Presupuestos de 2017, y va a conseguir aprobar los de 2018. La legislatura va a ser larga y el presidente, cuestionado en el año del bloqueo incluso dentro de su partido, acaricia la idea de volver a presentarse en las próximas elecciones. “¿Por qué no?”, debe preguntarse en sus paseos matinales. La economía española es la que más crece en el mundo desarrollado: acabará el año con un crecimiento superior al 3 por ciento. El PIB ha recuperado los niveles previos a la crisis, se generan más de 500.000 puestos de trabajo al año. Todo parece haber vuelto a la normalidad si no fuera porque el Gobierno de Cataluña quiere declarar la independencia dentro de unos meses. La “piel de elefante” de Rajoy le ha hecho un superviviente, a pesar de ser un líder de los 90, cuando su partido y todos los partidos hacían política de otra forma, sin controlar de dónde salía el dinero, sin poner distancia con la fiesta demasiado alegre de un mercado demasiado descontrolado.

¿Por qué no exportar el modelo Rajoy al resto de Europa? Políticos tranquilos, con partidos disciplinados, dispuestos a realizar reformas pero sin voluntad de liquidar el acuerdo tácito entre los liberales y los socialdemócratas para mantener en pie el Estado del Bienestar. Estabilidad y crecimiento económico para responder al populismo y al nacionalismo que inflama a la juventud, y no solo a la juventud, de toda Europa.

El modelo español difícilmente puede ser calificado como modelo. Incluso en el capítulo económico, hay que matizar el balance. Se crea empleo pero sin ofrecer una mínima estabilidad a los jóvenes, los salarios son en muchos casos insuficientes y no pueden subir más porque el nivel de productividad es bajo, el tejido empresarial es débil. La desigualdad amenaza la cohesión social. El paro sigue muy alto y el mercado laboral no ofrece soluciones para los desempleados de larga duración. El sistema educativo no da buenos resultados.

El problema no es solo de gestión. Hay algo en la genética del PP, como en muchos de los partidos liberales y socialdemócratas europeos, que les incapacita para entender la profundidad del desafío. Es un reto que no se puede resolver solo con gestión. El modo de hacer política de las últimas décadas, la partitocracia casi inconsciente, la falta de apertura a la vida social y la burocratización de las instituciones han provocado un distanciamiento de las nuevas generaciones que irá a más y que no se soluciona solo con una “vuelta a la normalidad”. Porque la normalidad no existe. La solución de la crisis económica pone de manifiesto que la crisis no era solo económica. Más de un 54 por ciento de los españoles consideran que el segundo problema del país es la corrupción. En Europa las instituciones de la Unión siguen siendo percibidas tan distantes y tan frías como lo eran antes de que apareciesen Trump y May. ¿Qué más se puede hacer? En España hemos frenado la posibilidad de un Gobierno social-populista-independentista. Hemos hecho crecer la economía. Hemos puesto en marcha en el BCE -aunque tarde- una política monetaria extensiva. ¿No es eso lo que hacía falta? ¿No es eso lo que siempre se nos ha pedido -preguntarán los gestores españoles y europeos-, no se nos ha exigido siempre sano realismo en política?

El realismo, siempre necesario, y la tecnocracia son dos cosas bien diferentes. Es lógico que en el PP, y en todos los partidos clásicos que encarnan la clásica socialdemocracia y el clásico liberalismo, haya ejemplos de la perplejidad antropológica del momento. Prueba de ello es que la mitad del partido está a favor de los vientres de alquiler y la otra mitad en contra. A la CDU alemana le pasa lo mismo. El problema es que no se dan cuenta de que los presupuestos en los que se asienta su legitimidad se han disuelto. Se ha roto la cadena de transmisión que pasaba de una generación a la otra la legitimidad de las instituciones democráticas y de los partidos. El realismo consiste en atender las necesidades existentes con los recursos disponibles. Y hay una necesidad ante la que casi todos parecen sordos: la de encontrar razones y experiencias para vivir juntos. Razones y experiencias en una sociedad cada vez más plural en la que la globalización ha revelado que las antiguas pertenencias, las antiguas identidades, están vacías. La política no puede por sí sola generar la respuesta, pero puede canalizar y reforzar las respuestas sociales que ya existen. Parece algo etéreo pero es concretísimo. Era muy concreto para los padres fundadores de Europa, para los padres refundadores de España en la época de la transición.

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