La lección de Arseny Roginsky

Cultura · Adriano dell`Asta
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8 enero 2018
Independentismo y centralismo, globalización y diversidad, patriotismo e internacionalismo, identidad y acogida, justicia y misericordia, libertad y verdad… Quién sabe cuántas parejas de palabras podríamos incluir en esta serie para dar idea de un mundo que parece entusiasmarse al pensar en construir nuevos muros o desesperarse por su incapacidad para impedir su construcción… ¿Cuántos valores expresados en estos términos podrían invocar razones válidas para apoyarlos? ¿Cómo ponerse delante de la historia, pasada y futura, con sus viejos muros que ya creíamos derruidos y los nuevos que están naciendo?

Independentismo y centralismo, globalización y diversidad, patriotismo e internacionalismo, identidad y acogida, justicia y misericordia, libertad y verdad… Quién sabe cuántas parejas de palabras podríamos incluir en esta serie para dar idea de un mundo que parece entusiasmarse al pensar en construir nuevos muros o desesperarse por su incapacidad para impedir su construcción… ¿Cuántos valores expresados en estos términos podrían invocar razones válidas para apoyarlos? ¿Cómo ponerse delante de la historia, pasada y futura, con sus viejos muros que ya creíamos derruidos y los nuevos que están naciendo?

Podemos empezar diciendo algo que debería ser evidente pero que parece que todos han olvidado ya. Si palabras como verdad y libertad o justicia y misericordia se siguen contraponiendo, eso significa que algo no va bien en nuestra forma de tomarlas en consideración, porque realmente ¿quién de nosotros querría una libertad condimentada con mentiras vergonzosas, y quién de nosotros querría una verdad que se apoyara en una violencia no menos censurable?

Tal vez si tomamos algún ejemplo de la historia y de la memoria, podemos aclararnos. Es un tema que en muchos países civilizados y pacíficos de nuestra Europa sigue sembrando aún sangrientas divisiones dentro de las propias familias. En Rusia está el caso, recientemente conocido en primer plano, de quien ha descubierto que tenía dentro de su propia familia, al mismo tiempo, a víctimas y verdugos, gente que había acabado en un campo de concentración y gente que la había enviado allí. Los países bálticos nos ofrecen una historia aún más compleja. No solo es el viejo problema de cómo mirar a la Armada Roja, que indudablemente liberó a estos países de la tiranía nazi pero al mismo tiempo envió a los campos siberianos a decenas de miles de inocentes que la tiranía soviética consideraba enemigos potenciales. Una vieja historia a la que recientemente se ha sumado otra que, a decir verdad, no es menos vieja, la de patriotas que habían colaborado de alguna manera con los nazis. Entonces, ¿dónde está la verdad, dónde está el bien?

¿Cómo responder sin caer en un justicialismo que haría renacer viejas divisiones ni precipitarse en un relativismo que abriría una brecha aún mayor, añadiendo a las viejas divisiones también la de un pueblo que ya no sabe encontrar un lenguaje común ante su propia historia real y concreta? Porque otra cosa que debería ser evidente es que la verdad no es un concepto abstracto, ni mucho menos un documento hallado en un archivo, separado de su contexto y de su historia.

Hace poco murió Arseny Roginsky, un gran historiador de la verdad y de la libertad en la Rusia del siglo XX. A él debemos en gran parte la actividad de esa forja increíble de testimonios que es Memorial, la asociación que mantiene viva la memoria de los campos soviéticos. A Roginsky, que por amor a una historia libre pasó cuatro años en el lager, le gustaba contar una historia que aprendió precisamente trabajando en archivos. Un día encontró unos documentos que parecían atribuir cierta responsabilidad a un personaje aparentemente no implicado en los crímenes del antiguo régimen. Se resistió mucho ante la idea de hacerlo público. Por los escrúpulos del historiador, pero sobre todo, contó él mismo, por su preocupación por no arruinar la vida de una persona por el mero gusto de mostrar un vali0so descubrimiento personal. Más tarde descubrió que aquellos documentos se veían contradichos y desmentidos por otros más precisos, más circunstanciales. Él contaba que siempre bendijo aquellas vacilaciones que tuvo y que desde entonces siempre intentó atenerse a la que siempre fue regla y razón de su trabajo: “La unidad de medida en Memorial es el hombre, la unidad de interés de Memorial es el hombre y los documentos sobre él”.

Sin duda, la verdad no es un concepto abstracto, un documento hallado en un archivo, sino el bien de la persona, y el amor por el bien de la persona es guía en el descubrimiento de la verdad. En este punto, la verdad se revela en toda su potencia, que es mayor de lo que crees poseer o dominar con tus propias medidas y fuerzas.

Nada de relativismo. El mal sigue siendo mal y el bien sigue siendo bien, pero ambos entran en relación con la persona, y esta relación, caracterizada por la necesidad de entender, da un sentido de respeto hacia el otro y hacia el propio límite, antes que el puro y justo deseo de rendir cuentas con el mal, y eso le permitió descubrir una verdad mayor.

Nace de ahí una paradoja aún más sorprendente. Esa moderación que no solo parecería una falta a la verdad sino incluso una connivencia y una forma de pasividad ante el mal, que le permitía aparentemente seguir libre de castigo, al final se mostró como una defensa de la verdad mucho más eficaz que cualquier denuncia.

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