La izquierda y sus demonios
La Europa social y de los derechos, que tan frívolamente invocan los socialistas como una finca de su propiedad, sería impensable sin la lenta y paciente siembra de la mentalidad cristiana. Ha sido el cristianismo, con su originalísima concepción de la razón y de la libertad, con su defensa absoluta de la dignidad sagrada de cada ser humano, el que ha sentado las bases de una convivencia en la que cada grupo y comunidad puede desarrollarse conforme a su propia identidad, en un clima de respeto y diálogo. Por eso es estúpido, además de malvado, construir una imagen de la presencia cristiana en Europa que equivale a cerrazón, oscurantismo y rechazo del otro.
La fe cristiana que representa el sacerdote del vídeo ha custodiado la cultura clásica en los monasterios, ha creado las universidades, ha defendido el valor del trabajo, ha levantado hospitales y ha inspirado el derecho internacional. Hoy mismo, en esta Europa secularizada, las comunidades cristianas tejen la red más efectiva de solidaridad con los excluidos, los inmigrantes y las víctimas de la crisis. Y acabamos de contemplar cómo un hombre cristiano, Benedicto XVI, un testigo de la fe y de la razón que han amasado la civilización europea, ha sido capaz de construir puentes y derribar muros en medio de una situación emponzoñada por el odio y la discordia. Y ha podido hacerlo precisamente porque está enraizado en la experiencia del cristianismo que abre la razón y permite abrazar cuanto de bueno y de verdadero hay en todas las culturas. Su presencia y su mensaje en Tierra Santa son la respuesta más contundente a la caricatura perversa de los diseñadores de la campaña socialista.
Para acoger al otro y para entrar en un diálogo verdadero con él es preciso poseer un rostro, estar radicado en un lugar desde el que abrazar al mundo. Frente a la vacua y contradictoria Alianza de Civilizaciones que propugna Zapatero (con guiños torpes al islam mientras trata de desalojar todo rastro cristiano del ámbito público) el Papa acaba de realizar un verdadero diálogo de civilizaciones, ha sentado las bases para una convivencia que no implica la disolución de sus protagonistas, ha dado una auténtica lección de laicidad. Más aún, ha mostrado que la verdadera laicidad es imposible sin la apertura a la dimensión religiosa del hombre, a la pregunta por el significado de la vida y su destino. Es lo que representan las escuelas católicas en Tierra Santa, donde comparten banco jóvenes cristianos y musulmanes, un ejemplo vivo de la capacidad de acogida y de diálogo innata en la experiencia cristiana.
Muy atrás ha quedado aquella época en que socialdemócratas y democristianos amasaban juntos (también con la aportación de liberales y conservadores) el edificio de la nueva Europa, tras las ruinas de la Segunda Guerra Mundial. El humus espiritual y cultural que compartían ha saltado hecho añicos tras la revolución del 68, y ahora afrontamos un escenario hosco y lleno de inquietantes preguntas para el futuro. Un futuro que dependerá en buena parte de que surja una nueva izquierda capaz de superar sus demonios familiares, y de que exista un sujeto cristiano capaz de hacerse presente con esa capacidad de propuesta y de construcción que hemos visto días pasados en Tierra Santa.