La invención de Hugo

Cultura · Víctor Alvarado
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2 marzo 2012
Se agradece el esfuerzo de Martin Scorsese de hacer cine para todos los públicos, aunque me parece que a La invención de Hugo le sobran fotogramas de un lado y de otro que alargan la historia de manera innecesaria. Además, a los personajes les falta sustancia. Que se trate de una película dirigida a un público infantil no quiere decir que los personajes tengan que ser tan esquemáticos.

La invención de Hugo (2011) está basada en la novela de Brian Selznick. Describe la vida de un niño huérfano que intenta descubrir el funcionamiento de un autómata del que espera un mensaje que su padre pudo haberle dejado antes de morir. Para cumplir su propósito recurrirá a la ayuda de la ahijada de un antipático juguetero con la que tiene varias cosas en común y que se complementan a la perfección.

El mayor peso dramático recae en el insípido actor infantil, Asa Butterfield, y un brillante, como siempre, Ben Kingsley al que todos recordamos por la memorable interpretación de un personaje influyente en el siglo XX como fue Gandhi. Del resto de los secundarios, destaca la sencilla interpretación de Emily Mortimer. También, dos cameos del mismísimo Scorsese y el productor Johnny Depp, así como el sólido Christopher Lee en un pequeño papel.

El cineasta ha pretendido homenajear tanto los momentos vividos en su infancia dentro de una sala de proyección como a los padres del séptimo arte como fueron George Méliès y los hermanos Lumière con claros guiños a los grandes genios del cine mudo como Harold Lloyd en El hombre mosca (1923), Buster Keaton en El maquinista de la General (1926) o Charles Chaplin (1921) en El chico. Como dato curioso, una de las razones por las que el realizador se animó a rodar en 3D fue porque todavía se conservan tres películas de Méliès que, por raro que pueda parecer, estaban filmadas en tres dimensiones y en color. Por otra parte, Scorsese demuestra su cinefilia aportando dos piezas musicales de la banda sonora de La gran ilusión (1937) de Jean Renoir, en la que se cuenta uno de los mejores relatos de amistad de la historia del cine, ideologías aparte.

La mayor virtud de este largometraje es que el director consigue trasladar al público su amor por el cine y a los clásicos de la literatura, y la capacidad de estas artes para introducirte en otros mundos y lugares.

Por otra parte, destacamos la peculiar relación que se establece entre el personaje interpretado por Ben Kingsley y el niño protagonista, pues tanto uno como otro se necesitan para superar los obstáculos que se encuentran en sus vidas. El autor quiere destacar la idea de padre adoptivo, un dato que obliga a recordar a dos obras maestras con la que guarda ciertas similitudes como Capitanes intrépidos (1937) de Víctor Fleming y Up (2009) de la factoría Pixar.

Finalmente, me ha gustado la escena en la que gracias a la tenacidad de un investigador se consigue colocar en el lugar que se merece a uno de los pilares (Méliès) del séptimo arte junto al creador del lenguaje cinematográfico David Wark Griffith.

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