La invasión de los aguafiestas

Sociedad · Gonzalo Mateos
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7 junio 2022
Sí, están por todos lados y cada vez son más. Tampoco es fácil esquivarlos porque siempre te los acabas encontrando.

Crees que estás en territorio seguro y de repente alguien te espeta: “no te vengas arriba”, “eso engorda”, “tampoco es para tanto”, “esto se te está yendo de las manos” o cosas similares. Como esa sonriente compañera de trabajo que sin disimulo dice “no te emociones y cíñete estrictamente a lo que nos han mandado”. O el listillo que te señala con los ojos en blanco “eso no es así de ninguna manera”, o los fanáticos del yin y del yang que acaban musitando “ya pagaremos por todo lo que estamos disfrutando”.

Los llaman de maneras diferentes: fatalistas, cenizos, malajes, espantagustos o pinchaglobos. Son los que incesantemente sospechan de la alegría ajena, y lo que es peor, de la propia. Los que nunca se ríen con los chistes de los demás, los que siempre tienen la última palabra o se levantan los primeros de la mesa porque se les ha hecho tarde. Los que te lanzan siempre un largo pero y hablan del final del verano en la primera semana de agosto. Los que nunca han invitado a una ronda, los que saben ya que el mundo se está yendo a la mierda, que ya nada es como antes, y que se ha perdido por completo la disciplina y el esfuerzo. Los que piensan que un voluntario es un “motivao”, les obsesiona el ahorro, abandonan el teatro antes de que saluden los actores, o te hacen spoiler diciendo que una serie no merece la pena. Los que nunca han dormido a la intemperie o no han llorado nunca de alegría. Son los de “mejor no vamos que no conocemos a nadie”, “no cojas ese camino que seguro que nos perdemos” o el “no conseguirás cambiar nada”.

Es cierto, la vida aprieta, y muchas veces la realidad es todo menos una fiesta. Generalmente la vida nos abaja y nos pone en apuros. Ya hemos experimentado millones de veces que el deseo incombustible del corazón no cesa, y que una y otra vez acaba frustrado e invariablemente vuelve a encenderse. La tristeza acecha en cada recodo del camino y en ocasiones es una inevitable compañera. Pero también lo es que la vida sin avisar te concede una tregua, unas vacaciones, un respiro. Y se encienden misteriosamente las luces de fiesta. Una belleza que asoma imprevista en mitad de la cotidianeidad, una noticia inesperada que rompe la inevitabilidad de un acontecimiento penoso, un triunfo largamente esperado, un encuentro casual, una sonrisa o un largo abrazo de alguien querido o de alguien del que no esperábamos nada. Una obra de arte, un árbol a la orilla de un arroyo, un dulce sueño, un comienzo, un libro, un juego, el erotismo, unas carcajadas que interrumpen fugazmente la inevitable decadencia. Hay momentos para disfrutar de los fuegos artificiales.  Y debería perseguirse severamente a quienes intentan gratuitamente apagarlos.

Javier Gomá les ha dedicado un artículo en su libro Filosofía Mundana, titulado la “Teoría del aguafiestas”. Denuncia que gran parte de la cultura contemporánea bebe de esta corriente, con un infatigable esfuerzo por recordarnos que la vida es absurda y falta de sentido. Cita el humor como una de esas necesarias vacaciones de la realidad y denuncia a aquellos que se toman demasiado en serio todo y pierden la capacidad de reír. J.A. González Sainz nos recuerda en su imprescindible libro La vida pequeña. El arte de fuga la necesidad imperiosa que tenemos todos de “huir, no de la realidad, sino a la realidad, a una realidad más real que la que creemos real”. El aguafiestas es ese que nunca huye, es decir, el que por ser realista nunca vive lo verdaderamente real, porque lo conoce ya todo, está de vuelta, no admite la posibilidad del cambio porque se ha rendido ante la decadencia omnipresente, el que no consigue escaparse de su yo por el terror a emprender una aventura incierta.

Los aguafiestas proliferan en muchos ámbitos. Son habituales en política, los que piensan que España hace tiempo que se nos ha ido al garete, que no hay que conceder nada al gobierno o a la oposición, los que afirman que nada se puede hacer sin la conquista del poder, los que se consideran víctimas del sistema, del mercado, del patriarcado, del estado, del progresismo, del fascismo o del orden mundial.

Y también prolifera el aguafiestas religioso. El que censura escandalizado el pensamiento diverso al ortodoxo, el que exige adhesiones personales inquebrantables, el que niega la historicidad de la fe y llama a la retirada a los cuarteles de invierno, el que otorga sellos de autenticidad y habla de la esperanza sin un brillo en los ojos. Los que en definitiva han cerrado todas las vías para que la misericordia y la gracia hagan posible una novedad que lo pueda cambiar todo.

Puede incluso, paciente lector, que hayas llegado al convencimiento de que ya te has convertido en uno de ellos. No desesperes, no es irreversible. Identifica a los afectados, invítales a una buena cena, experimenta el perdón y la gratuidad, sazona con algo de sano escepticismo algunas de tus más antiguas convicciones, déjate llevar cantando a gritos o bailando alguna idiota canción pegadiza y comparte unas cervezas con tus mejores amigos para que se rían sin piedad de algunas de tus ridiculeces. Da un paseo por un bosque o una playa y siéntete pequeño y al mismo tiempo privilegiado. No se trata de soportar la alegría de otros, se trata de amar su destino bueno como se ama al propio y hacer de la alegría de otros tu propia alegría. Y luego, cuando llegues a casa, ponte un vídeo de las remontadas del Madrid en la última Champions.  Y si ves que ni aun así te alegras, vuelve a leer despacito este párrafo desde el principio.

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