La Iglesia que siempre amó
El Papa Ratzinger nunca ha ocultado su devoción hacia Gian Battista Montini, el hombre llamado por la Providencia a conducir a buen puerto la nave del Concilio, y cuántos sufrimientos comportó para él esa dura travesía y su eco posterior. El cardenal senegalés Thiandoum reveló que uno de esos días encontró llorando a Pablo VI, pero explica que no lloraba como Pedro, por haber traicionado a Cristo, sino por el dolor que le acarreaba ser fiel a su Señor en aquella coyuntura. En efecto, unos lo atacaron con saña como peligroso modernizador, otros le echaron en cara una supuesta debilidad de carácter, y otros (algunos de sus amigos antiguos) le acusaron de traicionar el impulso renovador y de someterse a los conservadores. Pero en medio de la tempestad Montini se ató físicamente al timón de la barca de la Iglesia y mantuvo el rumbo, fiel a la gran Tradición de los apóstoles y de los Padres, garante como Pedro de la fe ininterrumpida de los sencillos.
El domingo en Brescia, el Papa teólogo a quien Montini descubrió temprano y condujo providencialmente a la sede de Munich con apenas cincuenta años, pronunció el más bello recuerdo a su mentor. Recordó su amor puro, apasionado y sencillo, casi de niño, a la Iglesia por la que siempre vivió y en cuyo corazón supo ver y entrar como pocos. Una Iglesia que él quería "comprender totalmente, en su historia, en su designio divino, en su destino final, en su composición compleja, total y unitaria, en su humana e imperfecta consistencia, en sus desgracias y sufrimientos, en las debilidades y las miserias de tantos de sus hijos, en sus aspectos menos simpáticos, y en el esfuerzo perenne de fidelidad, de amor, de perfección y de caridad".
Una Iglesia que Pablo VI quería consciente de su naturaleza y misión, sabedora de las necesidades de los hombres, pobre y libre para caminar confiada sólo en el poder de Cristo. "Así debe ser la comunidad eclesial -subrayó con toda su autoridad el Papa Benedicto- para poder hablar a la humanidad contemporánea". El discurso brotaba terso y contenido, con una nota de no disimulada emoción. Y cuando vemos los dimes y diretes en que a veces se desangra el cuerpo eclesial, la pobreza gallinácea de algunos de sus miembros, las ironías rastreras, las clasificaciones simplonas, la almoneda de su más rica tradición… entonces nos queda inclinar la cabeza y dar gracias por el inmenso don de estos pontífices (Montini, Wojtyla, Ratzinger) que el Espíritu nos ha regalado para guiar la barca de la Iglesia a caballo de los siglos XX y XXI. Ciertamente, el Señor no abandona a su pueblo en medio de la tormenta.
En las horas amargas del postconcilio muchos pedían a Pablo VI gestos clamorosos, intervenciones enérgicas y decisivas, pero él consideraba que "tenía que seguir únicamente la línea de la confianza en Jesucristo, a quien le preocupa más su Iglesia que a ningún otro… Él calmará la tempestad… No se trata de una espera estéril o inerte, sino más bien de una espera vigilante en la oración". Me parece entender por qué Benedicto XVI ha elegido precisamente este pasaje cuando finaliza ya este intenso 2009.