La genética liberal alumbra la nueva especie
La defensa de la "naturaleza" humana, que Benedicto XVI reclamaba en su discurso del 22 de diciembre, no es una posición retrógrada respecto al progreso técnico que hoy día parece derribar barreras que parecían eternas. Se trata de una posición "progresista", no maltusiana, que está en sintonía con algunas de las voces más significativas de la cultura contemporánea.
Sirva como ejemplo la reflexión de Jürgen Habermas, que en un texto de 2001 planteaba el problema de El futuro de la naturaleza humana. La pretensión de la técnica moderna de modificar la naturaleza del hombre interviniendo en su patrimonio genético deja entrever situaciones inquietantes, creaciones de "quimeras". Las nuevas tecnologías imaginan fusiones de hombres y máquinas, la ingeniería informática diseña robots humanoides destinados a sustituir a los hombres. Este ataque directo a la idea del hombre, tal como se ha concebido hasta hoy, tiende, según Habermas, a "modificar nuestra autocomprensión ética del género hasta el punto de implicar la propia conciencia moral, alterando los principios naturales, sin los cuales no podríamos concebirnos como autores de nuestra vida ni miembros jurídicamente equiparables de la comunidad moral".
Para Habermas, la desenvoltura con que el naturalismo positivista juega con los cimientos de la vida es el preludio de una idea selectiva que mina de raíz la autonomía del sujeto y el orden democrático. Paradójicamente, la automatización genética del género humano podría abrir varios caminos. Según Allen Buchanan, citado por Habermas, "debemos admitir la posibilidad de que, a partir de un cierto momento del futuro, diferentes grupos de seres humanos sigan, utilizando la ingeniería genética, caminos evolutivos divergentes. Si esto sucede, habrá grupos distintos de seres, cada uno con su propia naturaleza, que se relacionan unos con otros sólo por su antepasado común (la raza humana)".
Este proceso de diversificación puede empezar inmediatamente con un programa de eugenesia positiva, que nace con el objetivo de "mejorar" la especia. Así, las partes ricas del planeta podrán, a partir de ahora, disponer de programas de selección de los mejores. Los demás, los habitantes de las zonas pobres, se quedarían en el estadio de su "naturaleza" actual, reducidos a sub-hombres, individuos del pasado, portadores de defectos y enfermedades. A esta situación se añade la hipótesis de la clonación planteada por Habermas con el ejemplo de Hans Jonas. Otro (que no es Dios) decide por él, a priori, la forma de su personalidad, lo priva de su identidad. Es un "duplicado" de algo que ya ha existido.
En todos estos ejemplos es evidente el giro "antidemocrático" al que nos lleva la genética "liberal", las consecuencias maltusianas, selectivas; esas consecuencias que la izquierda "post-moderna", olvidada su propia tradición, no es capaz de reconocer como patrimonio histórico de la derecha. El post-humanismo no promete un futuro brillante sino un tiempo de desigualdades y de lucha. Si la "naturaleza" humana se convierte en un concepto mutable, modificable -como desde hace tiempo deja entender la teoría evolucionista- la propia doctrina moral que legitima el cuadro democrático, fundada sobre los derechos personales y sobre la igualdad, se disuelve.
La técnica que cambia la forma del hombre, su naturaleza, relativiza también los valores morales que se refieren al hombre tal como lo conocemos ahora. El hombre del futuro, que podemos sólo imaginar como "análogo" de algún modo al que existe hoy, tendrá valores distintos. La conciencia moral pasa a depender del progreso tecnológico. Ese progreso se afirma, desde ya, capaz de eliminar las diferencias que han marcado la historia de la humanidad, las que existen entre el hombre y la mujer, entre hombre y animal, entre natural y artificial. El resultado es un "tercer género", un híbrido, una especia de coincidentia oppositorum. Una revolución que hace saltar por los aires todas las categorías morales.
Lo que mueve, de forma aparentemente irresistible, la técnica actual es por tanto la negación de la naturaleza como ámbito inmutable. La naturaleza es, por el contrario, "metamorfosis", un continuo cambio de forma por obra de una técnica que, como reconoce justamente Emmanuele Severino, se ha convertido en el sucedáneo de la fe. Técnica y nihilismo: es la esencia del positivismo de hoy. No es correcto llamarlo "naturalismo" porque la razón, lejos de aceptar la naturaleza, tiende aquí a rechazarla y sólo reconoce aquello que es de su "producción". La razón puramente técnica es una razón sin "logos", sin un orden objetivo del mundo. De ahí la crítica de Habermas, último heredero de la Escuela de Frankfurt, a esta "razón instrumental". Y sobre esta línea se sitúa el discurso de Benedicto XVI. La recuperación de la idea de "naturaleza" humana no es hoy una idea pasada de moda. Es un punto de defensa de lo humano frente a un proceso de mercantilización de lo humano que no conoce límites.