La foto de las siete menos cinco
Ya ha visto la luz mi último libro La foto de las siete menos cinco. La cosa comenzó del modo más tonto, como un juego, como un voy a probar a ver qué sale. No fue engendrada en una de esas reuniones de aritmética de la innovación. Llevaba ya algunos meses al frente de un programa de radio que empezaba todos los sábados y domingos a las seis de la mañana y terminaba dos horas y media después. Como es habitual en estos casos, el personal para prepararlo era muy escaso y el presupuesto para colaboradores inexistente. Los compañeros que habían trabajado de lunes a viernes, los corresponsales, los analistas y todas esas personas que suelen hablar por las ondas llegaban muy cansados al fin de semana. Así que me ponía delante del micrófono prácticamente solo. Y contaba noticias y ofrecía largos comentarios y hacía entrevistas de materias muy diversas, sobre todo de aquellos asuntos que me habían interesado durante la semana y por los que tenía curiosidad. Las más de las veces entraba en el estudio pocos minutos antes de que sonaran las señales horarias con un guion en el que no había mucho escrito.
Cerca del micrófono, en el lado derecho, junto a un vaso de agua, depositaba «el mazo» de periódicos del día. En muchas ocasiones solo había podido echarles un vistazo. Me gustaba tener esa montaña de papel muy cerca, me daba seguridad. En las pausas publicitarias volvía a hojearlos. Y casi siempre me quedaba atrapado por algunas fotos. Y así surgió la idea que no comenté con nadie. ¿Por qué no despedirme describiendo una de esas fotos? ¿Por qué no contar todo lo que despertaba en mí una imagen? Y sin darle muchas vueltas a la ocurrencia, empecé a hacerlo. No quería que se convirtiera en un nuevo análisis de la actualidad. Ya bastante había hecho. Quería solo mirar una foto. Miraba y escribía. Lo hacía en los minutos de publicidad. Nunca entraba en el estudio ni con la foto decidida ni con una línea redactada. Tras el primer comentario vino el segundo y después el tercero, y la cosa iba. Y descubrí que a esa hora había oyentes, muchos oyentes, y que les gustaba que acabase de ese modo minutos antes de las ocho y media. Luego, cuando dejé de hacer las mañanas de los fines de semana, mantuve la costumbre. Y la foto de las ocho y veinticinco de la mañana se convirtió en la foto de las siete menos cinco de la tarde. Para entonces los periódicos habían enflaquecido. El material gráfico se limitaba y se limita a ilustrar las últimas noticias. Así que empecé a recurrir a las agencias y a fotografías artísticas disponibles en internet.
Muchas veces me han preguntado cómo elijo la foto. A menudo es muy sencillo: encuentro un retrato que me gusta, es bonito y me quedo prendado de él. Otras veces es feo o inquietante, me revuelve la memoria. O simplemente se parece a algo que me ha ocurrido. Puede que tenga la forma de una esperanza que todavía sigue conmigo. En ocasiones, mientras leo a las siete menos cinco lo que he escrito, cuando no me preocupo por haber leído mal o bien –soy muy mal locutor– deja de ser solo mío. Y entonces me ayuda a saber quién soy. Me doy cuenta de que hay en mí registros desconocidos. Esos son los mejores momentos, cuando, gracias a la foto, me recibo a mí mismo como algo imprevisto, como se recibe a un desconocido lleno de promesas. No sé nada o casi nada de fotografía. Me interesan las fotos porque son la profecía de una victoria.
La apariencia nos lleva a pensar, como decía Gesualdo Bufalino, que siempre nos paseamos por los innumerables cementerios de los minutos. Imaginemos que hubiéramos podido ver la muerte de miles de millones de hombres por tisis, por epilepsia, por la peste, por la mordedura de una rata, por arma de fuego. Imaginemos que hubiéramos conocido todas sus envidias, sus alegrías, todos sus gestos de amor. Las fotos aspiran a eso. Y la apariencia nos quiere convencer de que todo se ha convertido en nada. Pero hay ocasiones en las que una foto es como un relámpago: nos alcanza y somos fulminados por un «incorruptible ahora». No es, como dice Bufalino, que se produzca una suspensión, que nos embargue el sentimiento de vivir un tiempo inmóvil y dorado. No es tampoco que la foto nos engañe con la idea de que ninguna de nuestras células envejecen y que el tiempo se queda inmóvil. Eso no sería suficiente. Es la intuición de que el tiempo está pasando, moviéndose en un presente que no se queda atrás. La fotografía, o las fotos que yo comento, se me antojan profecía de ese instante.
FERNANDO DE HARO
La foto de las siete menos cinco.
RENACIMIENTO. 308 páginas. 21,75 €
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