La fortaleza de este anciano Papa
Con una dignidad que le llena de nobleza, Joseph Ratzinger, este gran Papa que vino después de Juan Pablo II el magno, se ha puesto con su libertad y su conciencia ante Dios, confesando que no tiene fuerzas para seguir presidiendo en la caridad la Iglesia universal. No lo ha tenido fácil antes y después de su elección como Sucesor de Pedro. No le han dado cuartel. Es incomprensible la campaña de desprestigio y censura que desde determinadas instancias políticas e ideológicas y desde obedientes correas de transmisión mediáticas, se han podido escuchar en contra de este Papa antes, durante y después de su llegada a la sede de Pedro.
Es patético cómo se han empeñado unos y otros, ebrios de su prejuicio, en emprenderla con este hombre sencillo, dulce, tímido y tierno, como si en el Papa Ratzinger hubiera estado concentrada toda la intolerancia, toda la maldad, toda la involución. Estos quijotes de la progresía se empeñan en abatirle imposiblemente como si de un gigante terrible se tratase aunque no vean que tan sólo se trata de un molino de viento apacible que nos sopla las buenas noticias de Dios. Ellos confunden con un gigante peligroso a quien tan sólo se presentó como un "humilde trabajador en la viña del Señor". Su llegada no respondía a unas oposiciones aprobadas, a una conquista largamente acariciada, a unas elecciones que con sus rivales peleó.
Como a Pedro, a Benedicto XVI se le hizo al llegar ese examen de amor que salva la desproporción de lo que nos supera: ¿me amas? Una pregunta sencilla que va al corazón y que al corazón vuelve. Sólo quien dice en verdad que ama al Señor puede recibir el supremo encargo de apacentar el rebaño que Cristo mismo le confía. Benedicto XVI lo ha hecho desde su gobierno supremo de la Iglesia, y lo seguirá haciendo ahora desde su retiro de oración y estudio. Es el testimonio de la fortaleza de quien con libertad ha puesto su confianza sólo en Dios.