La filósofa que admiraba a Shakespeare

Cultura · Antonio R. Rubio Plo
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25 julio 2019
Agnes Heller, la filósofa húngara superviviente del Holocausto, murió a los noventa años el pasado 19 de julio. Una crisis cardiaca, mientras se bañaba en aguas del lago Balatón, fue la causa de su fallecimiento. Según cuenta quienes la conocieron, denotaba una actitud vital que acaso tuviera mucho que ver con la experiencia traumática de la persecución nazi a los judíos.

Agnes Heller, la filósofa húngara superviviente del Holocausto, murió a los noventa años el pasado 19 de julio. Una crisis cardiaca, mientras se bañaba en aguas del lago Balatón, fue la causa de su fallecimiento. Según cuenta quienes la conocieron, denotaba una actitud vital que acaso tuviera mucho que ver con la experiencia traumática de la persecución nazi a los judíos.

Su familia burguesa y de clase media fue víctima de un nacionalismo local y otro pangermanista a la caza de chivos expiatorios. Su padre fue deportado a Auschwitz, donde murió, pero tanto ella como la madre sobrevivieron al conseguir escapar antes de ser subidas a unos trenes sin retorno. Fue cosa de un instante, el aprovechamiento de una fugaz oportunidad, en medio de la confusión y el temor de unas gentes que eran llevadas como ovejas al matadero. Les salvó una decisión radical: aferrarse a la vida sin mirar a su alrededor. Sin embargo, Agnes Heller nunca atribuyó a mérito propio haber salvado la vida. No era una judía practicante de su religión, aunque seguramente conocía esta cita del salmo 123: “Hemos salvado la vida, como un pájaro de la trampa del cazador: la trampa se rompió y escapamos”. Sin necesidad de invocar, como en aquel salmo, que Dios había estado de su parte, aquella muchacha de dieciocho años siempre reconoció que su supervivencia se debió al hecho de que otros tuvieron que morir. Desde entonces, su conciencia tuvo una fuerte carga ética, pues no solo había adquirido la obligación de vivir, sino que además había hecho suyo el deber de que otros sobrevivieran frente a los totalitarismos, duros o blandos, que conoció a lo largo de su existencia. Lo hizo de continuo con sus palabras y escritos, aunque a algunos les resultara molesto.

Muchos húngaros saludaron la liberación de Hungría en 1945 de la mano del ejército soviético, aunque poco después comprenderían que uno de sus efectos había sido crear un régimen satélite de la URSS, la heredera estalinista de aquel imperio zarista que había aplastado la revuelta nacionalista de 1849. Por entonces, Heller estudiaba física y química en la universidad de Budapest, pero inesperadamente escuchó las clases del filósofo marxista heterodoxo György Lukacs sobre las relaciones entre la filosofía y la cultura. Le atraía el marxismo como filosofía universal, y ya no se planteaba, como algunos de sus compatriotas judíos, abandonar los lacerantes recuerdos del pasado emigrando a Israel. Pero al elegir a Lukacs, optaba por una heterodoxia que la llevaría a no adherirse a las consignas oficiales del partido comunista, del que su propio maestro sería expulsado, aunque dos años antes de su muerte, en 1971, enfilara el redil de la ortodoxia.

Desde el momento en que alguien se interesa seriamente, sin clichés ideológicos, por la literatura o la filosofía, por mencionar tan solo dos disciplinas, sus pretendidas convicciones marxistas-leninistas empiezan a resquebrajarse, y si ese interés se extiende, con no disimulada pasión, a las tragedias de Shakespeare, los dilemas morales se multiplican y ya no se puede servir a la causa política oficial, pues solo se alcanza a ver en ella ambiciones personales y corrupción, aunque se haya formado una argamasa en la que apenas se distinguen el interés público y el particular. De ahí que Agnes Heller decidiera en 1977 exiliarse en Melbourne y Nueva York, en cuya universidad alcanzó la cátedra de Hannah Arendt. Su cercanía con el mundo anglosajón le haría valorar más, sin duda, el teatro de Shakespeare.

Conocí tarde la afición shakesperiana de Heller, de la que no se hablado lo suficiente en los obituarios escritos tras su fallecimiento, pero esto me ha hecho más cercano a ella. Soy de los convencidos de que las tragedias de Shakespeare sirven para entender el mundo y los políticos de todas las épocas, aunque muchos de sus contemporáneos solo vieran en ellas una recreación histórica a partir de las biografías de Plutarco o de las crónicas de la Inglaterra medieval. Si Shakespeare solo fuera historia, su obra sería perecedera. Shakespeare es siempre actual, pues cuando lo leemos, o lo vemos representado, se está haciendo presente. La tragedia ya no tiene lugar en el pasado histórico sino ante nuestros propios ojos que, además, sabemos lo que va a suceder y lamentamos que sus protagonistas hagan un uso equivocado de su libertad. Los personajes shakesperianos no son símbolos ni arquetipos, ya sea de los celos, el amor, la ambición o de otras pasiones humanas. Antes bien, son personalidades complejas, en las que el bien y el mal pueden entremezclarse. Lo cierto es que Shakespeare encaja en cualquier escenario político, con cualquiera de los tres adversarios que se enfrentaron al pensamiento crítico de Agnes Heller: el nazismo, el comunismo y el soberanismo de la ‘illiberal democracy’ de Viktor Orban.

Ninguno de estos adversarios logró hacerla callar, y menos aún el gobierno de Orban, que se proclama demócrata, pero que no es liberal, tal y como acostumbraba a recordar la filósofa. Es muy probable que Heller se haya acordado más de una vez de Ferenc Kolsey, el poeta romántico autor de la letra del himno nacional, que en una de sus estrofas dice que “la libertad se extingue; la patria muere entre espinas y abrojos”. En la Hungría de hoy los gobernantes hacen profesión de fe de su patriotismo, aunque nuestra filósofa siempre estaría dispuesta a recordarles que ese patriotismo no es el de Kolsey, cuyo concepto de nación es el de una síntesis entre patria y progreso, algo muy parecido al patriotismo constitucional y completamente opuesto al nacionalismo historicista en el poder. Para Heller, el gobierno de Orban es un bonapartismo que conduce a una tiranía. Sin embargo, estas afirmaciones han reducido a la filósofa en su patria al papel de una incómoda Casandra, mucho más valorada en el extranjero. Un ejemplo reciente fue la conferencia que pronunció en marzo de este año en el monasterio de Sezano, cerca de Verona, un escenario poco común para una mujer formada en el marxismo pero que iría evolucionando hacia una socialdemocracia liberal. Allí subrayó las paradojas occidentales en las que conviven la tolerancia y la xenofobia, el totalitarismo y la libertad.

No recuerdo que Agnes Heller hiciera en los últimos tiempos alusiones a Shakespeare al enjuiciar la actualidad cotidiana, pero el mundo en que vivimos es pródigo en políticos shakesperianos. Hace unos años se decía que Shakespeare estaba presente en las guerras de los Balcanes. Hoy instintivamente podríamos pensar que se encarna en Trump, Putin, Orban, Erdogan o Johnson, y la lista estaría lejos de agotarse porque el dramaturgo inglés es muy adecuado para una filosofía de la historia, en acertada expresión de Heller. En cualquier caso, ella estaría de acuerdo en que no es un autor para la contemplación de un brillante pasado cultural y artístico, que hoy parece eclipsado. Por el contrario, Shakespeare es un escritor que nos habla de justicia, ética y belleza, unos valores genuinamente europeos.

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