La felicidad no está al otro lado del muro

Mundo · John Waters
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12 noviembre 2009
La semana pasada despertó un gran interés la noticia de que el concierto de U2 para celebrar el vigésimo aniversario de la caída del Muro de Berlín en la Puerta de Brandeburgo se haría con un muro, levantado por los organizadores, la MTV, a pocos metros de donde estaba el original. Al final, los organizadores instalaron pantallas gigantes para permitir que la gente viera el espectáculo también desde fuera de la zona amurallada, pero esto no bastó para impedir que una cierta ironía se infiltrara en la conciencia de una Europa que ha cambiado tanto en estos veinte años.

No tardaron en explicar que la barrera se debía a "razones de seguridad", para "contener a las multitudes", para permitir que los comercios y restaurantes de la zona pudieran trabajar, y se invitó a los fans a seguir el concierto por televisión. A los berlineses les vino a la memoria un concierto al aire libre de David Bowie dos años antes de la caída del Muro, en 1987, en la parte occidental de la ciudad, que terminó con enfrentamientos entre la policía y los desilusionados fans de la parte oriental. En 1988, la Stasi permitió a los admiradores de Michael Jackson escuchar los primeros acordes de su concierto para después intervenir enérgicamente y dispersar al gentío. Las cosas han cambiado, pero hay algo que no lo ha hecho.

Naturalmente, no es lo mismo los límites que impone a la libertad humana la liquidez económica y los que imponen las cargas policiales, pero para el hombre ambos pueden provocar el mismo dolor, insatisfacción y rabia. En el fondo, como testimonian muchas de las canciones de U2, los muros están dentro. Su manifestación exterior puede asumir la forma de ladrillos y morteros, de escuadrones, de inspectores o de sonrientes guardias de seguridad, pero el resultado interior siempre es el mismo: la sensación de una barrera entre el corazón humano y el objeto de su deseo.

Las celebraciones de este vigésimo aniversario están muy por debajo de lo que se esperaba en los embriagadores días de 1990, cuando los intelectuales de todo el mundo anunciaban "el fin de la historia" y el triunfo de la pretensión del capitalismo de ser el único camino posible para satisfacer el corazón del hombre.

Entonces, era inimaginable que el vigésimo aniversario de la liberación se celebraría a la sombra de la peor crisis económica de la historia, una sombra proyectada por los límites estructurales del sistema capitalista. Los últimos 18 meses han visto caer por su propio peso lo que se podría definir como el Muro de Berlín de la economía de mercado, con el desmoronamiento de los sistemas cuya "victoria definitiva" se anunciaba hace dos décadas.

Mucho antes de la caída del muro, y de las "revoluciones de terciopelo" que se propagaron por la Europa del Este, el filósofo y escritor entonces checoslovaco Vaclav Havel desentrañó la naturaleza de la ideología comunista, si bien lo hizo más para el mundo exterior que para las víctimas directas, que sólo podían encontrar sus escritos en forma de samizdat.

Sus observaciones no buscaban complacer a sus lectores occidentales, a los que aclaraba que, en su opinión, el problema no era exclusivo de uno de los dos sistemas. Años antes de la caída del comunismo, él escribía que la ideología socialista del Este era la "imagen reflejada en un espejo convexo" del capitalismo de Occidente, una versión exagerada de algo fundamentalmente unido a la perversión del deseo humano.

La ideología, afirma Havel en El poder de los sin poder, "hace creer que las exigencias del sistema derivan de las exigencias de la vida. Es un mundo de apariencias que intenta hacerse pasar por realidad". Sobre la cuestión del comunismo y del capitalismo, en Política y conciencia, escribe que estas dos "categorías, estudiadas desde el punto de vista ideológico y semántico, llevan mucho tiempo fuera de la cuestión". Las cuestiones reales son: si podemos poner la moralidad por encima de la política, volver a llenar de contenido las palabras que decimos al hablar de los hombres, y recuperar la experiencia personal del hombre como la medida auténtica de la libertad, poniendo en el centro de la cuestión, no una serie de convicciones coherentes, sino "el yo, íntegro y lleno de dignidad".

Al convertirse en presidente de Checoslovaquia, el mundo esperaba ver en Havel la aplicación de estas ideas al ejercicio del poder, pues su experiencia se había convertido en la posibilidad de entender la política como cauce para el deseo humano. Había identificado en la sociedad moderna la necesidad de lo que él llamaba "política post-política", una política definida, no como tecnología del poder, sino como medio para vivir con un significado.

Esto, añadía, exige una "revolución existencial" que implicaría a la humanidad entera, más allá de lo que se entiende convencionalmente por política y sociedad. Subrayando repetidamente que esto era tan urgente en las democracias libres occidentales como en la zona comunista.

Hoy la popularidad de Havel en su país está en declive, aunque no precisamente por su comportamiento. Parece que este cambio se debe en parte al cinismo promovido por los medios checos, quizá por cierta desilusión e incomprensión.

En su último libro, Havel describe su experiencia de estos años como presidente y ofrece la representación más clara y realista de la sociedad postcomunista, describiendo la vida en sus aspectos esenciales durante los años siguientes al pretendido fin de la historia. Es el relato de un hombre que ha estado en la cima de la montaña y que ha visto que allí, como en todas partes, la raza humana es capaz de grandeza y mezquindad, heroísmo y frustración, y que incluso después de una borrachera revolucionaria la vida vuelve a comenzar cada día.

Havel cuenta que en una tarea elevada, igual que en la vida, no se trata sólo de gloria y de éxitos, sino sobre todo de decidir entre los males mayores y los males menores. La vida siempre es complicada y nada es predecible. Todo sucede de un modo distinto a lo que se esperaba. Havel no responde a las expectativas del lector que busca una descripción focalizada en el problema del poder, pero responde a sus propias preguntas, revelando así su humanidad en el corazón del poder.

Es una extraña mezcla de esperanza y fatiga, un profundo sentimiento que aúna frustración y aceptación. Escribe desde la frontera entre la política y la vida, y muestra a un hombre cuyo espíritu se ha ido desgastando en el trabajo diario, que está decepcionado y herido por la mezquindad y el egoísmo de sus conciudadanos, pero no desesperado ni amargado. Un hombre en la última etapa de una vida vivida según sus propios ideales, pero siempre consciente de lo absurdo del utopismo.

El "mensaje", podríamos decir, es que seguimos sin entender qué es la libertad. Podemos derribar muros para responder los insistentes reclamos de nuestros deseos más profundos, pero la respuesta que buscamos no está forzosamente en la idea de libertad que hay al otro lado, o en asumir como propios los símbolos del sistema adversario. El deseo del hombre no tiene límites, es incansable, y la libertad no es algo que pueda derivar en último término de un sistema político o económico, porque la sed del hombre no se apagará con condiciones o recursos físicos.

Éstos, obviamente, son importantes para la felicidad, pero llegados a un cierto punto hace falta otra cosa: comprender que las cosas que se proponen como objeto del deseo humano son sólo peldaños que llevan continua y tormentosamente siempre más allá, lo que significa que el hombre es en el fondo insaciable y no puede ser feliz de ninguna manera, hasta que no empieza a reconocer esta paradoja.

Y hay también otra paradoja: el sistema capitalista, quizá tanto como el comunista, sobrevive escondiendo o sofocando la verdadera naturaleza del corazón humano. Un hombre libre es uno que llega a saber que lo que desea es algo que no puede comprar ni encontrar al otro lado de un muro. Las voces que sentía que le llamaban desde el otro lado no eran realmente las voces de la libertad, sino sólo el eco del ritmo de su corazón.

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