La fe reducida a costumbre
Benedicto XVI sitúa el fondo del problema en la dramática reducción de la fe a un mero formalismo, a una costumbre que ya no incide en la vida. De nuevo entendemos el epicentro de todos sus esfuerzos: clarificar el significado de la fe, presentarla con toda su anchura y profundidad, mostrarla como el corazón de la vida y no como un añadido yuxtapuesto a la vida. Pocos días atrás, durante la Lectio Divina con la que se abría el Congreso anual de la diócesis de Roma, el Papa había planteado este asunto al explicar el sacramento del Bautismo.
Comenzó con una de sus provocativas paradojas al afirmar que, en cierto sentido, llegar a ser cristianos es algo pasivo. No soy yo el que decido que "ahora me hago cristiano". Por supuesto se requiere mi libre adhesión, mi respuesta, pero lo primero es una acción de Dios que sale a mi encuentro, que "tira de mí" hacia su altura. Nuestra "actividad" consiste, en primer lugar, en a coger esa iniciativa de Dios. En segundo lugar este ser tomado por Dios implica ser insertado en el nosotros de la Iglesia, nos vincula a los otros con una misteriosa solidaridad que es el tejido del Cuerpo de Cristo en la historia.
Después Benedicto XVI explica que la fórmula positiva del Bautismo no es simplemente una fórmula sino un verdadero diálogo que implica la vida de quien desea recibirlo. En el fondo se trata de un camino, un camino que se prolonga toda la vida y que requiere siempre razón, afecto y libertad; y nada de ello vale de una vez para siempre, es algo que debe ser dramáticamente renovado cada mañana, como nos enseña la vida de los santos. La profesión de fe, aclara el Papa, no es algo sólo para comprender y memorizar (aunque ciertamente también es esto) es algo que toca nuestro vivir. "La verdad de Cristo sólo se puede comprender si se ha comprendido su camino… la verdad que no se vive no se abre; sólo la verdad vivida, la verdad aceptada como estilo de vida, como camino, se abre también como verdad en toda su riqueza y profundidad". Resuena aquí el eco de aquella formulación que abría el preámbulo de la encíclica Deus Caritas Est: "no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida, y con ello, una orientación decisiva.
¿Qué tiene esto que ver con los casos abusos sexuales? En la medida en que la fe se vacía de su propia sustancia y se reduce a esquema intelectual, a discurso moral, a mera fórmula doctrinal o de piedad, deja de "tocar nuestra vida", se vuelve a la larga irrelevante. El cansancio de la fe, del que habló profusamente en su discurso a la Curia del pasado diciembre, tiene que ver con esta reducción, o aún mejor, con esta alteración profunda de la sustancia de la fe. Y esto es lo que se refleja en tanta incapacidad para hablar al corazón de nuestros contemporáneos, en tanta facilidad para aceptar los análisis de las ideologías al uso.
En su mensaje a una porción desvencijada de la Iglesia, como el la que camina en la verde isla de San Patricio, Benedicto XVI ha dicho que "el esfuerzo del Concilio estaba orientado a superar esta forma de cristianismo y a redescubrir la fe como una amistad personal profunda con la bondad de Jesucristo". No se trataba de adaptar el Evangelio a la corriente del tiempo, sino de hacerlo brillar en todo su esplendor dentro de este tiempo determinado, con todas sus posibilidades y peligros. Y esa sigue siendo hoy la gran tarea de la Iglesia, incomprendida por los que se enrocan en un trascendentalismo fosilizado y por los que se entregan a la disolución cultural en la mentalidad de la época. Unos y otros, enemigos de la gran misión de Benedicto XVI.