La fe común y el testimonio en un mundo alejado de Dios
Es difícil acostumbrarse a las sorpresas de Francisco, y la de ayer tiene su peso histórico. La Santa Sede ha anunciado su intención de participar en una ceremonia conjunta entre la Iglesia Católica y la Federación Luterana Mundial para conmemorar el 500 aniversario de la Reforma, en Lund, Suecia, el 31 de octubre de 2016. Mucho se había hablado y discutido sobre la forma en que la Iglesia Católica podría acompañar a los hermanos reformados en esta conmemoración. El anuncio realizado ayer resuelve una parte importante del enigma. Según un comunicado conjunto de la Federación Luterana Mundial (Lwf) y del Consejo Pontificio para la Unidad de los Cristianos, la conmemoración “dará una especial importancia a los sólidos progresos ecuménicos entre católicos y luteranos y los dones recíprocos que derivan del diálogo”, e incluirá una oración común basada en la guía litúrgica católico-luterana, Common Prayer, recientemente publicada.
Hace ahora tres años, el cardenal Kurt Koch propuso una celebración penitencial común, en la que católicos y protestantes habríamos de pedir perdón por el hecho de que la purificación auspiciada por Martín Lutero no produjo la renovación, sino la división de la Iglesia, y eso fue responsabilidad de ambas partes. Ahora Koch ha explicado que “concentrándose juntos sobre la centralidad de la cuestión de Dios y sobre un enfoque cristocéntrico, luteranos y católicos tendrán la posibilidad de celebrar una Conmemoración ecuménica de la Reforma, no simplemente de manera pragmática, sino con un sentido profundo de la fe en Cristo crucificado y resucitado”. De esta manera el gesto, de indudable calado simbólico, se arraiga en la confesión de fe común y busca una profundización en el arduo camino hacia la unidad, más allá de simplificaciones y movimientos tácticos. De hecho la conmemoración se explica en el marco creado por un nuevo documento teológico de 2013 titulado “Del conflicto a la comunión”, que constituye un primer intento de narración común de la historia de la Reforma, de sus intenciones y límites.
No cabe duda de que la decisión del Papa de hacerse presente en Lund, que no podía darse por descontada, refuerza enormemente el valor de este evento. Francisco ha tomado una decisión libre y audaz, pero sobre todo clarividente y profética, en la senda que marcaron sus predecesores. Recordemos como principales hitos la aprobación por Juan Pablo II de la Declaración Común sobre la Doctrina de la Justificación, en 1999, y la visita de Benedicto XVI, en 2011, al antiguo convento agustino de Erfurt en el que se forjó la aventura de Martín Lutero.
En aquella ocasión el Papa Ratzinger afirmó ante sus interlocutores evangélicos que “fue un error de la edad confesional haber visto mayormente aquello que nos separa, y no haber percibido en modo esencial lo que tenemos en común en las grandes pautas de la Sagrada Escritura y en las profesiones de fe del cristianismo antiguo”, y compartía una visión que los mejores exponentes luteranos sin duda sienten como un aguijón: “cuanto más se aleja el mundo de Dios, tanto más resulta claro que el hombre… pierde cada vez más la vida… en este tiempo, nuestro primer servicio ecuménico debe ser el testimoniar juntos la presencia del Dios vivo y dar así al mundo la respuesta que necesita”. No sabemos cómo intervendrá Francisco en la magna ocasión que ahora se anuncia, pero lo que está muy claro es que se sitúa en esta perspectiva.