La eutanasia y una anomalía histórica

Sociedad · Ignacio Carbajosa
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23 diciembre 2020
Con la aprobación de la ley de la eutanasia en el Parlamento español se cierra una “anomalía” histórica que ha dominado Occidente al menos desde el siglo IV d.C., aunque hunde sus raíces en la segunda mitad del siglo I d.C., cuando los cristianos empezaron a expandirse por las orillas del Mediterráneo. El modo con el que el Occidente cristiano ha afrontado el sufrimiento durante más de quince siglos es lo que he denominado una “anomalía” histórica, porque rompió con una percepción de la realidad y de la persona dominante durante milenios, la misma que ahora se retoma, al menos como mentalidad común.

Con la aprobación de la ley de la eutanasia en el Parlamento español se cierra una “anomalía” histórica que ha dominado Occidente al menos desde el siglo IV d.C., aunque hunde sus raíces en la segunda mitad del siglo I d.C., cuando los cristianos empezaron a expandirse por las orillas del Mediterráneo. El modo con el que el Occidente cristiano ha afrontado el sufrimiento durante más de quince siglos es lo que he denominado una “anomalía” histórica, porque rompió con una percepción de la realidad y de la persona dominante durante milenios, la misma que ahora se retoma, al menos como mentalidad común.

La experiencia del sufrimiento es universal. Pertenece a todas las épocas y a todas las regiones y culturas. No así el modo de afrontarlo. Aunque sea una experiencia universal, el sufrimiento físico es siempre individual. Soy yo el que sufro. Sufro en mis carnes. Es una de las cosas que más se ha subrayado en estos meses de discusión en torno a la eutanasia: el derecho del enfermo que sufre, la compasión ante el sufrimiento individual, sacando a la luz historias particulares. Sin embargo, siendo una experiencia particular, el sufrimiento me abre a una experiencia universal: la exigencia de significado. El dolor desata la pregunta: “¿Por qué sufro? ¿Por qué yo? ¿Qué sentido tiene vivir así? ¿Vale la pena seguir viviendo?”.

Ante la pregunta del sufriente todos somos convocados: todas las culturas, ayer y hoy, todos los individuos, ayer y hoy, todas las legislaciones, ayer y hoy. La pregunta sobre el significado de vivir sufriendo es una pregunta sobre el significado del vivir en sí, es una pregunta dirigida al que vive sano y “disfruta” de la vida: “¿qué significado tiene tu vida?”. O lo que es lo mismo: “Cuando tú estés como yo, ¿merecerá la pena seguir viviendo?”. Obviamente, entre las respuestas posibles, también está la de la negación: “no hay sentido último, se vive de objetivos a corto o medio plazo que nos permitan disfrutar de algo. Si este horizonte se pierde, es mejor dejar de vivir”.

Volvamos al origen de la anomalía histórica que trajo el cristianismo. ¿Cómo se vivía el sufrimiento antes de esta “anomalía”? Debemos distinguir dos mundos geográfica y culturalmente distantes: la cultura griega y el mundo de las culturas mesopotámicas (al que podríamos añadir Egipto). Estos dos mundos tan diferentes entre sí tienen en común una cosa: para ellos el dolor es un dato que no contradice ninguna promesa de felicidad y bienestar. De hecho, estos mundos jamás escucharon que estuvieran hechos para la felicidad, ni que la realidad fuera coherente y respondiera a un designio bueno.

Para los griegos el sufrimiento físico sería un dato más de la naturaleza, ante el que no cabe rebelarse (no habiendo ante quién rebelarse). No tiene sentido preguntarse sobre el porqué del sufrimiento. El problema es, más bien, práctico: cómo afrontarlo. Es un problema de virtud. Obviamente nada impide no afrontarlo, es decir, el suicidio, más allá de que supondría constatar un fracaso, una ausencia de la justa virtud. A no ser que la virtud misma exija el suicidio, como en el caso extremo de Sócrates.

Para el mundo mesopotámico, dentro de su pluralidad, el sufrimiento tenía una causa: su origen debía buscarse en alguna infracción del sufriente que habría sido castigada por alguna de las esferas que rigen aspectos concretos de la vida y que llamamos dioses, aunque poco tienen que ver con nuestra imagen de dios y menos con el resultado de multiplicar dicha imagen “n” veces. Es más, no hay acceso directo al dios de turno, no se concibe una interpelación directa porque no hay vía de comunicación. En muchas ocasiones ni siquiera se sabe cuál ha sido la infracción penalizada, que podría haber consistido simplemente en una irregularidad en el ritual con el que nos aseguramos el beneplácito de una determinada esfera. También en este mundo el suicidio es una posibilidad, como nos lo muestra un texto egipcio de finales del tercer milenio a.C., conocido como “Disputa sobre el suicidio”, que se presenta como un diálogo entre un hombre y su “alma” en torno a la posibilidad de quitarse la vida para escapar de las injusticias de este mundo. Acaba venciendo la opción del suicidio.

Antes de describir el cambio que introduce la que hemos llamado “anomalía” histórica, conviene estudiar una tercera “cultura” ajena al contexto mediterráneo pero que constituye un modo de concebir la vida, y por ende el dolor, que ha determinado una amplia zona geográfica del lejano Oriente hasta el día de hoy. Tal vez su expresión más conocida es la que vehicula el budismo: el deseo es fuente de sufrimiento y por ello es necesario neutralizarlo (no ya situarlo en el justo medio, como pretende la virtud griega). De algún modo, el yo del sufriente se disuelve (con su exigencia de significado) en el mar de la armonía universal. Obviamente, si hay alguna sustancia química que favorezca ese disolverse del yo, mucho mejor. Incluida, claro está, la disolución final. Al contrario que las otras dos culturas, griega y mesopotámica, la “oriental” no busca resolver sino disolver el problema. No es de extrañar que haya encontrado una cierta acogida en el mundo occidental en los últimos decenios.

Es en este contexto cultural en el que irrumpe el cristianismo. En su bagaje, por lo que se refiere al valor de la vida y a la experiencia del sufrimiento, se encuentran tanto la tradición judía que se expresa en los libros de Génesis y Job, como el anuncio sorprendente de un hombre, Jesús de Nazaret, que ha muerto y ha resucitado. Ambos desafían tanto a la cultura griega como a la mesopotámica. En efecto, a contracorriente respecto a su entorno cultural, el Génesis afirma un único principio creador que es bueno y ha creado todo con un designio bueno. Hombre y mujer son el culmen de su creación y con ellos establece una alianza, que implica una familiaridad con el misterio de Dios. En el fondo estamos ante la expresión literaria de lo que Israel había vivido en su historia, primero en la llamada de Abrahán (el primer mesopotámico que establece una relación personal con su dios) y después en la experiencia de la prodigiosa liberación de Egipto.

No es de extrañar que Job, ante la experiencia del sufrimiento inocente, se rebele y levante su puño: tiene ante quién levantarlo, ante el único responsable de la realidad que ha hecho una promesa de bien y felicidad, el Dios de Israel. Esta es ciertamente una anomalía en su contexto mesopotámico.

Pero el Dios que responde a Job desde la tormenta, mostrando la imponencia de la naturaleza, que remite a un creador-padre bueno al que preguntar por el dolor, todavía era una experiencia lejana para el mismo Israel y para la mayoría de los hombres. Cuando el cristianismo irrumpe en el Imperio Romano, lleva consigo la noticia inaudita de un Dios que se ha hecho hombre y se ha sometido a la experiencia humana. Así lo atestiguan sus discípulos: se puede conocer como un hombre conoce a un amigo. Aquel hombre se inclinó sobre toda la miseria humana hasta el punto de dar la vida por ella. Desde entonces, la persona de más baja condición, el condenado, el esclavo o el enfermo terminal, tienen un valor infinito, como mostraron los cristianos inclinándose sobre los desechados de la tierra. Esta es, de nuevo, una anomalía, esta vez en el corazón del Imperio Romano.

De las cenizas de aquel Imperio surge, de la mano de la experiencia de los cristianos, una nueva percepción de la vida como don. La vida es un dato que nos precede y nos constituye, del que somos deudores, y que nos sitúa, desde el primer instante en que somos conscientes, en diálogo (¡que incluye el grito!) con el dador de ese bien. Es ingenuo pensar que nosotros somos “dueños” de nuestra vida: continuamente nos es dada, no podemos prolongarla ni un instante. La palabra “responsabilidad” deja de ser plenamente humana si no nace, siguiendo su etimología, como “respuesta” a este dato que nos precede y, aún más, nos llena de asombro: somos mantenidos en el ser.

Pero no se trata de un “ser” abstracto. El que anhela nuestro corazón en toda experiencia de afecto, de felicidad o de nostalgia, el que nos sostiene en el ser, ha mostrado su rostro, un rostro humano, compasivo, cercano. Este es el misterio de la Navidad que nos disponemos a celebrar estos días. Si no fuera por este “anómalo” acontecimiento histórico, que sostiene la alegría y la esperanza de los cristianos, estaríamos condenados al titánico esfuerzo de la virtud griega o al temor a un designio caprichoso y desconocido de los mesopotámicos.

“¡Pero yo sufro, y sufro mucho! ¿Por qué?”. Aunque la experiencia de Dios hecho carne ya no sea moneda común, la vivencia del sufrimiento sigue siendo, por ahora, la del hombre que busca significado, que pide un porqué, es decir, el hombre generado por el cristianismo. El yo que se pregunta por el sufrimiento ya no puede volver a los griegos y menos aún a Mesopotamia. Y nos cuesta dejar de desear, al estilo budista, aunque los libros de autoayuda nos sugieran ponerle límites.

Es una ingenuidad (como mínimo) pensar que respondemos al enfermo que sufre arrancándolo del ser. Esa no es una respuesta. Y menos aún compasión. Lo que pide el enfermo desesperado es dejar de sufrir, no dejar de vivir. Pero ¡atención!, es igual de ingenuo pensar que ayudamos al enfermo frenando una ley en virtud del sacrosanto valor de la vida… y condenándolo al sufrimiento. Con ley o sin ley, el enfermo pide romper con su soledad radical: pide ser amado, ser afirmado como un ser sin el cual el mundo perdería su encanto. Pide poder decir “yo soy amado” también en el sufrimiento. ¿Quién sale al encuentro de esta petición del enfermo? ¿Quién le ayuda verdaderamente?

La sociedad, y el Estado a la cabeza, todavía tiene mucho que hacer para garantizar a todos la atención de los cuidados paliativos que mitiguen el dolor. Pero, ante todo, como Job, el enfermo necesita ser acompañado en ese diálogo personal (que podemos llamar en ocasiones “batalla”) con el Misterio del Ser que lo ha creado y lo sostiene. Como nos ponemos de rodillas delante del inaudito acontecimiento de un Dios hecho niño, así, delante del sufrimiento atroz de tantas personas, nos ponemos de rodillas contemplando el diálogo, único e intransferible, del enfermo con Cristo crucificado y resucitado.

Este artículo es una versión larga del publicado en elmundo.es el pasado 22 de diciembre

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