La ´esperanza´ de Bauman contra la ´profecía´ de Nietzsche

Cultura · Eugenio Mazzarella
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2 octubre 2014
Son muchas las inquietudes de la crisis antropológica imperante en la humanidad de la técnica y de la globalización, es decir, en el momento que vivimos, o sea, en nosotros, en nuestra sociedad. Donde, en nombre de los derechos del Individuo, único sujeto moral reconocido, parece que vivimos en un nihilismo institucionalizado como privilegio social e ideológico de lo que es exterior, inmediato, visible, veloz, superficial, provisional, como recientemente recordaba el Papa Francisco. Fundamentalmente, un privilegio de la autorreferencia del deseo individual.

Son muchas las inquietudes de la crisis antropológica imperante en la humanidad de la técnica y de la globalización, es decir, en el momento que vivimos, o sea, en nosotros, en nuestra sociedad. Donde, en nombre de los derechos del Individuo, único sujeto moral reconocido, parece que vivimos en un nihilismo institucionalizado como privilegio social e ideológico de lo que es exterior, inmediato, visible, veloz, superficial, provisional, como recientemente recordaba el Papa Francisco. Fundamentalmente, un privilegio de la autorreferencia del deseo individual.

En una “noche del deseo”, donde todos los deseos,  como las vacas hegelianas de la “noche de la conciencia”, son “pardos”, es decir, no se distinguen entre ellos, entre los que llevan luz, los que nos “abren”, nos ponen en relación con los demás, y los que nos “cierran”, nos dejan en la oscuridad de nosotros mismos, en todo caso navegando por redes de selfies donde nadie se encuentra con nadie.

La más inquietante entre estas inquietudes es la que llamaría la “desmoralización del mundo”. El resultado concreto de lo que hace un siglo Nietzsche, anunciando que sería el destino de los dos siglos siguientes, consideraba como “nihilismo ético”. La aniquilación del “ethos” no como mera subversión de los valores precedentes sustituidos por otros que subroguen una vitalidad demacrada, sino como una transformación de la que deriva y en la que se mantiene el ser-valor del valor, la fuente del valor, de la conciencia moral.

La “transvaloración”, por mantener el vocabulario de Nietzsche, como tránsito desde el fundamento del ser-valor de un mundo transcendente (suprasensible) en cualquier dirección –la verticalidad de Dios, o la inmanencia de la ley natural o de la comunidad– cuyo sentir individual debe ponerse a la escucha moral, hasta el “libitum” inmanente a uno mismo, a la sensibilidad individual. Hoy estamos aquí, en este escenario donde resulta difícil recuperar un hilo en el que se fundamente nuestra acción moral: demasiadas manos tiran de los cabellos.

Así que bienvenido sea, por la autoridad de sus análisis de la peligrosas derivas de la sociedad de los individuos en la que estamos inmersos, el reclamo de Zygmunt Bauman diciendo que el yo moral no tiene su origen ni en la ciencia ni en el cielo, sino en la solidaridad recíproca; y que no importa si se creemos o no en el Altísimo, sino si vive en nosotros la responsabilidad del mundo que dejamos a nuestros hijos. El diario italiano La Repubblica ha interpretado estas palabras de Bauman como si el sociólogo alemán se sustrajera así a la antítesis entre Dios y la nada, entre el materialismo y la trascendencia, proponiendo así una idea distinta de espiritualidad. Afortunadamente, no solo para nosotros sino también para Bauman, no es así. El Altísimo no necesita defensores oficiales, y no lo seremos nosotros. Pero me parece que, más o menos, el Hijo del Altísimo dijo algo parecido cuando enseñaba, con el amor de Dios, su equivalente terrenal, el amor al prójimo, con el que al menos hacía medio camino hacia el Cielo, hacia el Padre, incluso con los que no tenían piernas para dar el salto. El Hijo del Altísimo, cuando menos, era un psicólogo muy agudo.

Lo de Bauman es una manera incisiva y llana de “reiterar” la “trascendencia” de la conciencia moral –la “voz de la conciencia” que habla en mí–, la conciencia donde habla el Ser singular donde toma la palabra. Y tomando la palabra, hace emerger la verdadera y plena individualidad en la estructura relacional de la persona. Porque eso significa antropológicamente la “trascendencia” de la conciencia moral, el rendimiento de su deuda con el Altísimo. Su fundamento en el ethos, en la vida ética concreta de las relaciones humanas, del grupo, de la comunidad, donde el principio de realidad de los comportamientos socialmente eficaces tempera y media ya en la “historia”, en la filogénesis del grupo, las pulsiones y el deseo de cada individuo.

Nosotros somos esos seres que al descubrir la nada, es decir, nuestra mortalidad, el hecho de que existimos, estamos junto a esos seres que se plantean el problema de cómo debemos estar ante el hecho de que existimos, y cómo podemos permanecer, si no nosotros, nuestros hijos. En ellos se sostiene la esperanza que, poniéndonos sobre las rodillas de nuestros padres, nos ha llamado al mundo. Una esperanza que –como la solidaridad en la cual y de la cual se viene al mundo y mediante la cual se permanece en él, ese afecto recíproco en el que siempre fuimos generados– es nuestra verdadera oportunidad, creámoslo o no, y aquí estamos de acuerdo con Bauman, contra el nihilismo.

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