La dialéctica estéril (y cómplice) de Occidente

Mundo · Caleb J. Wulff
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6 abril 2015
La terrible masacre de estudiantes cristianos en Kenia a manos de Al Shabaab se ha distinguido por una explícita distinción de los estudiantes, entre musulmanes y cristianos, los primeros liberados, los segundos asesinados. Hay quien ha interpretado este hecho como el intento de dar más relieve a este horrendo atentado, porque las víctimas cristianas “ocupan más pantalla” que las musulmanes, pero parece una tesis poco apoyada en los hechos. De hecho, por Garissa no han desfilado cientos de miles de ciudadanos indignados ni políticos.

La terrible masacre de estudiantes cristianos en Kenia a manos de Al Shabaab se ha distinguido por una explícita distinción de los estudiantes, entre musulmanes y cristianos, los primeros liberados, los segundos asesinados. Hay quien ha interpretado este hecho como el intento de dar más relieve a este horrendo atentado, porque las víctimas cristianas “ocupan más pantalla” que las musulmanes, pero parece una tesis poco apoyada en los hechos. De hecho, por Garissa no han desfilado cientos de miles de ciudadanos indignados ni políticos.

En un Occidente cada vez más empeñado en eliminar toda presencia pública del cristianismo, relegándolo a un residuo oscurantista que celebrar, como mucho, en privado, sin molestar, sigue encontrando resistencias el hecho de que se puedan declarar guerras en nombre de una religión.

Para la cultura dominante, las guerras de religión pertenecen a un pasado eliminado por la gloriosa afirmación de la Ilustración y de la Revolución Francesa, tras las cuales las guerras solo se han combatido en nombre de la triada ´liberté, fraternité, égalité´, o bien de la “nueva y perfecta sociedad” nazi o comunista.

La novedad que aporta la masacre en Kenia es que esta vez se ha golpeado solo y explícitamente a los cristianos, pero es una novedad aparente, basta pensar en el ataque en 2014 a un autobús turístico, también en Kenia, donde obligaron a los cristianos a leer el Corán y luego los mataron, dejando a los musulmanes vivos.

Somalia es un país casi totalmente musulmán, mientras Kenia es de gran mayoría cristiana, y los musulmanes son una minoría en torno al 11%. Por tanto, es difícil no ver el elemento religioso en este suceso, unido sin duda a otros factores, como el político. El ejército keniata intervino contra Al Shabaab en defensa del gobierno oficial, y Kenia lleva años amenazada por los extremistas islámicos, con numerosos atentados que han provocado cientos de muertos.

Los autores de estos atentados son definidos como terroristas, pero esta es una definición que no ayuda a comprender la realidad. Los actos de terrorismo son actos de guerra realizados según reglas distintas de las “normales”, dirigidas no a debilitar las fuerzas armadas del enemigo sino a sembrar el terror en las poblaciones, y por eso atacan a los inocentes.

Estos actos no son prerrogativa de grupos subversivos, sino que son obra también de los estados. Pensemos en los bombardeos de ciudades italianas y alemanas durante el último periodo de la Segunda Guerra Mundial, con la intención de alcanzar indiscriminadamente objetivos civiles y militares. O en el terrorismo de estado de los sistemas dictatoriales.

El terrorismo es otro modo, más radical, de librar una guerra, y de lo que estamos hablando es de la guerra que una parte del mundo musulmán ha declarado al resto del mundo. Estamos ante la recuperación literal de un elemento tradicional de la teoría jurídica del islam, la división del mundo entre “dar al¬islam”, la morada del islam, y “dar al¬harb”, la morada de la guerra, donde el islam aún no ha triunfado.

Lo que sucede en los territorios ocupados por el Isis, o lo que ha sucedido en Garissa, parece responder más a actos de limpieza étnica que de terrorismo, igual que los trágicos sucesos de París recuerdan vivamente las acciones de los comandos en territorio enemigo. Lo mismo se podría decir del modo de actuar de Boko Haram en Nigeria.

Puede que no nos guste, pero nos han declarado una guerra a ultranza, aún más dramática por la recuperación del secular enfrentamiento entre las dos principales almas del islam, la mayoritaria suní y la minoritaria chií. Esta guerra, a su vez, se topa con el enfrentamiento en acto entre las potencias regionales por el control de Oriente Medio, después de lo que parece una sustancial retirada de Occidente.

Detrás de la guerra civil en Yemen entre sunítas y chiítas, están Arabia Saudí e Irán, concurrentes por el petróleo, mientras permanece ambigua la posición de la nueva Turquía de Erdogan, que parece aprovecharse de estos conflictos, como el de Iraq, para afirmarse a su vez como potencia regional, ya desvinculada de la vieja posición de “baluarte oriental” de la OTAN.

Ante esta situación explosiva, Estados Unidos y Europa siguen con sus sutilezas en torno a las viejas teorías sobre el terrorismo y sus bagatelas de juegos ideológicos sobre el islam “bueno” o “malo”, sordos en todo caso a lo que se está diciendo desde el propio seno del mundo musulmán.

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