La desigualdad envenena Europa más que los nacionalismos

Mundo · Jürgen Habermas
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21 marzo 2019
¿Cómo ha podido agudizarse tanto, en los últimos diez años, la contradicción entre la adhesión teórica a Europa (adhesión que se sigue confirmando) y la oposición concreta a las acciones necesarias de cooperación e integración europeas? ¿Cómo va a mantenerse en pie la Unión monetaria europea cuando todos los países asisten a un continuo crecimiento de la resistencia “anti-Bruselas” llevada a cabo por los populismos y cuando en el corazón de Europa, en uno de los seis estados fundadores de la CEE, esta resistencia ha llevado incluso a una alianza programática antieuropeísta entre los populismos de derecha e izquierda?

¿Cómo ha podido agudizarse tanto, en los últimos diez años, la contradicción entre la adhesión teórica a Europa (adhesión que se sigue confirmando) y la oposición concreta a las acciones necesarias de cooperación e integración europeas? ¿Cómo va a mantenerse en pie la Unión monetaria europea cuando todos los países asisten a un continuo crecimiento de la resistencia “anti-Bruselas” llevada a cabo por los populismos y cuando en el corazón de Europa, en uno de los seis estados fundadores de la CEE, esta resistencia ha llevado incluso a una alianza programática antieuropeísta entre los populismos de derecha e izquierda?

El tema de la inmigración y las políticas de reconocimiento de asilo político, que desde septiembre de 2015 pueblan los medios alemanes y atraen de manera exclusiva la atención de la opinión pública, se proponen como respuesta inmediata a la pregunta sobre la causa determinante de los mecanismos de defensa cada vez más agudos por parte de los antieuropeístas. Pero si consideramos a Europa en su conjunto, y sobre todo la eurozona en su conjunto, el aumento de las migraciones no puede constituir la explicación principal para el crecimiento de los populismos, pues el cambio de la opinión pública se produjo mucho antes, como respuesta a las controvertidas políticas emprendidas para superar la crisis financiera que comenzó en 2008 y la crisis de deuda soberana desatada con la crisis económica de 2010.

Las voces críticas que más suenan en la escena económica internacional, esto es, las de la corriente anglosajona escorada contra las medidas de austeridad impuestas por Schäuble y Merkel, han obtenido poco espacio y consideración por parte de las redacciones económicas de los grandes medios, exactamente igual que las redacciones políticas han evitado informar sobre los daños sociales y humanos que, no solo en países como Grecia o Portugal, han provocado dichas medidas. En algunas regiones la tasa de desempleo todavía es poco inferior al 20%, mientras el paro juvenil asciende casi al doble. Es un escándalo que, en el edificio todavía incompleto de la UE, una medida capaz de penetrar tan a fondo en el tejido social de cualquier nación se haya adoptado sin ninguna legitimación real, al menos según nuestros habituales estándares democráticos. Esta espina está aún más clavada en la carne y en la conciencia de las poblaciones europeas.

Pero la eurozona tal como la conocemos sufre un problema que corre el riesgo de perjudicar a todo el proyecto europeo. Nosotros, y especialmente los habitantes de una Alemania en expansión económica, desviamos la mirada ante el simple hecho de que el euro fue adoptado con la expectativa, y al mismo tiempo con la promesa política, de una alineación de condiciones en todos los países miembros, mientras que en lo concreto se ha producido justo lo contrario. Desviamos la mirada ante el motivo real de la falta de cooperación entre los estados, más urgente que nunca, es decir, ante el hecho de que ninguna unión monetaria puede sobrevivir a una divergencia continua y duradera entre los presupuestos económicos de cada país, lo que implica también una divergencia en las condiciones de vida.

Más allá del hecho de que hoy, ante una modernización capitalista hiperacelerada, también tenemos que hacer frente a un malestar debido a los profundos cambios sociales, no creo que los sentimientos antieuropeístas fomentados por los populismos de izquierda y derecha sean un fenómeno que derive del nacionalismo. Los sentimientos antieuropeos, de manera totalmente independiente del tema de las migraciones, nacen de una percepción realista de que la unión monetaria ya no es una ventaja para todos los países miembros. El sur de Europa contra el norte y viceversa: los “perdedores” se sienten tratados injustamente y los “vencedores” rechazan la acusación. Se ha hecho evidente que el rígido sistema de reglas impuesto a los estados miembros de la unión monetaria europea favorece a los países económicamente más fuertes, sin ofrecer a cambio ningún espacio ni atribución de competencias que conlleve a una acción compartida y dotada de flexibilidad. Por eso, en mi opinión, la cuestión sobre la que realmente emergen diferentes puntos de vista políticos no es la que se refiere a estar a favor o en contra de la UE.

La única manera en que la Unión podría ganar capacidad de acción política y recuperar el apoyo de sus ciudadanos sería a través de la institución, a nivel europeo, de poderes y recursos para programas democráticamente legitimados y orientados a frenar las crecientes divergencias económicas y sociales entre estados miembros. Es interesante señalar cómo esta alternativa entre el objetivo de estabilizar el valor, por un lado, y el fin más amplio de una política de reducción de los desequilibrios económicos, por otro, todavía no se ha politizado abiertamente. No existe ninguna izquierda pro-Europa que apoye la construcción de una UE capaz de actuar políticamente a nivel global y que también tome en consideración objetivos a más largo plazo, como una lucha contra la evasión fiscal más concreta, la creación de un impuesto a las transacciones financieras y una cierta regulación de los mercados financieras mucho más severa. Solo así podrían los socialdemócratas diferenciarse de los demás objetivos, inspirados en un liberalismo diluido, de un “centro” cada vez más amplio.

Por último, si me piden una valoración general de la situación actual, no como ciudadano sino como observador académico, debo confesar que en este momento no veo señales muy animosas. Si tiene sentido mi hipótesis de vinculación entre las divergencias económicas de los estados miembros y el avance de los populismos, las instituciones de la democracia constitucional están destinadas a sufrir los daños. El escenario negativo que he trazado, claramente, no es más que eso: un escenario negativo. Solo nos damos cuenta de haber llegado a un punto de no retorno cuando ya es demasiado tarde. Solo podemos esperar que el brusco rechazo con que el gobierno federal alemán ha recibido las propuestas de reforma de Macron no se quede en la última ocasión perdida.

La Repubblica

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