La desgracia de los sistemas suficientes

Editorial · Fernando de Haro
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13 febrero 2022
Queremos una red de seguridad. Que no haya sobresaltos. Queremos libertad, faltaría más. Pero también queremos que nuestra libertad y la de los otros no nos dé sorpresas, que no haya giros de guion (plot twist) ni en la vida ni en la historia.

Deseamos que todo funcione conforme al manual de instrucciones. Todo debe ocurrir dentro de un sistema con previsiones claras. No hay nada más fácil que fijar las causas y predecir las consecuencias, pensamos. Todo debe suceder dentro de un sistema capaz de absorber las contradicciones, reducir las diferencias y dar significado a los pequeños y grandes acontecimientos según ciertas leyes de compresión fijadas de antemano. Esta es nuestra seguridad: la ilusión de un sistema “suficiente”.

Por eso nos dan miedo los mestizajes, porque, en el fondo, no nos gusta la historia tal y como sucede. Los tradicionalistas desean costumbres, formas culturales, marcos de interpretación inmutables. Los progresistas también quieren lo mismo. Otras costumbres, otras formas y otros marcos, pero también estos invariables… Lo cierto es que la historia real, la que no entra dentro de los sistemas, la que da forma a nuevos crisoles y nuevas mezclas, no se puede detener. Lo considerado cierto tiene que someterse a la prueba de lo que ocurre, tiene que volver a ser cierto de otro modo, en las nuevas formas culturales. Y esto es lo que hace interesante el tiempo: la aparición en la vida y en la historia de mundos nuevos previamente no imaginados.

Resistirse al modo en el que realmente sucede lo que sucede, y hacerlo suceder en un pensamiento preestablecido, tiene efectos patéticos. Lo hemos visto en los últimos días en las declaraciones del presidente de México. El populismo latinoamericano ha resucitado el “sistema suficiente del indigenismo”. Es curioso porque es un sistema de interpretación alentado generalmente por las élites menos mestizas. López Obrador, para resolver sus problemas internos, ha cargado contra las empresas españolas, comparándolas con los conquistadores del siglo XVI. También exigió, con motivo del aniversario de la independencia, que los españoles pidieran perdón por lo que habían hecho en su país. Hay una ola revisionista que quiere, otra vez, “cancelar” el descubrimiento de Colón, la conquista y la evangelización. El asunto es antiguo. Como sucedió en España, durante el siglo XIX México se vio envuelto en un enfrentamiento permanente entre liberales y conservadores. Los dos eran sistemas cerrados que echaban la culpa al otro de lo que había sucedido. Cuando no se quieren asumir las consecuencias que tiene ser libre, siempre es necesario un enemigo al que responsabilizar. Los liberales atribuían el retraso de México a la conquista española que, con su sistema colonial, explotó y destruyó el tesoro indígena. Los conservadores señalaban que la falta de fe de las élites del país había provocado un desastre. Estos últimos eran incapaces de valorar la riqueza de cambios que había traído la modernidad. En realidad, liberales y conservadores olvidaron el pasado indígena porque unos y otros usaban la historia como instrumento de poder. Tuvo que llegar Octavio Paz para señalar que México no era una colonia, que era en realidad “otro de los reinos sometidos a la corona española, en teoría igual a los reinos de Castilla, Aragón, Navarra o León”. También el escritor desmontó el mito de que la separación de España había liberado a los indios del yugo colonial. Mostró, de hecho, que su situación empeoró tras una independencia liderada por unas élites (criollos) poco mestizas y muy blancas. Enrique Krauze, discípulo de Octavio Paz y muy alejado del mundo católico, ha seguido insistiendo en los últimos meses en lo que señalaba su maestro: “¿Qué fue Nueva España y qué ha sido México? Un crisol. No un mosaico ni una tela desgarrada: un crisol”. A diferencia de otros imperios, el español hizo nacer “el mestizaje, que algunos niegan, o relativizan, pero que yo considero el mejor legado de Nueva España a México. Su realidad es evidente en la vida cotidiana (…), en la lengua predominó el español, idioma en el cual los mexicanos escriben poesía desde antes del siglo XVII, pero las lenguas indígenas sobrevivieron e impregnaron al castellano con una variedad de particularidades”. Y añade Krauze: “en el plano intelectual y moral, el mestizaje es deudor de las nociones de libertad natural e igualdad cristiana (…) ningún prodigio del crisol mexicano se compara con la Virgen de Guadalupe”. Un liberal jacobino del siglo XIX, Ignacio Manuel Altamirano, indígena puro y gran editor, había escrito antes: “tratándose de la Virgen de Guadalupe, todos los partidos están acordes y en último extremo, en los casos desesperados, el culto a la Virgen mexicana es el único vínculo que los une”.

El producto del mestizaje en México fue algo nuevo, más rico, más interesante de lo que había antes a los dos lados del Atlántico. Es muy significativo que liberales y conservadores quisieran y quieran cambiar los auténticos hechos y meterlos en sus sistemas cerrados. La tentación de excluir al otro para poder echarle la culpa del riesgo de ser libre, para no tener que atender a los giros de la historia, siempre está presente. Después del mestizaje del siglo XVI, los españoles se obsesionaron con la “limpieza de sangre”. Un buen cristiano no podía tener una gota de sangre judía. Esta vez era el catolicismo el que se convertía en un “sistema suficiente”. No tenía que suceder, era una herencia genética.

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