La DANA no ha se ha llevado el deseo de una vida justa
Tragedia en Valencia. El contador de los fallecidos no para de subir. La muerte y los números no se llevan bien. Ya es difícil imaginar el desconcierto, la sensación de irrealidad o la desolación de una sola persona que ha perdido a su ser más querido. Decenas de familias desgarradas. En cada una de ellas, consideradas una por una, hay incontables galaxias de dolor. El llanto ahora es una nueva riada que lo vuelve a arrasar todo. Los políticos, insensibles y obscenos se echan mutuamente la culpa por no haber avisado a tiempo. Al menos el Rey invita a la unidad. Hacemos análisis, todos necesarios, sobre los efectos del cambio climático, sobre los sistemas de prevención. Pero no podemos dejar de enviarnos videos en los que alguien está a punto de ser arrastrado por la riada, de calles llenas de fango, de gente que lo ha perdido todo y sufre porque sabe que su vida nunca volverá a ser igual. Esta vez ni el ruido de las polémicas políticas ni los análisis impiden que la realidad nos golpee, nos obligue a hacernos preguntas. Durante un instante, durante unas horas los hechos han tenido más fuerza que nuestra distracción y que el conjunto de ideas con el que afrontamos nuestro día a día. Se ha desatado de forma inesperada la fuerza de la naturaleza y, de pronto, hemos vuelto a ser conscientes de nuestra debilidad, de lo poco que somos. Ha vuelto a suceder lo que ocurrió durante el COVID. La tragedia, también a los que estamos a salvo y no hemos sufrido daños en nuestra familia o en nuestras casas, nos invita, casi nos obliga, a hacernos preguntas. Son más necesarias que nunca. Sin preguntas, el dolor pudre las heridas y la vida se deshumaniza. Llegarán las ayudas. Esperemos que lleguen bien y pronto. ¿Pero qué o quién puede hacer justicia a los que han perdido todo? ¿Qué o quién nos hace justicia a todos? Porque todos estamos a merced de una tormenta despiadada o de un accidente fortuito. Son preguntas que no se pueden ni se deben responder con fórmulas prefabricadas, con soluciones que intenten evadirnos. La solidaridad con los afectados es una primera respuesta, una primera victoria: un modo de mostrar (nos) que hay algo más fuerte que el golpe ciego del infortunio. La fragilidad que experimentamos ante una tragedia disminuye cuando otros nos ayudan y porque somos ayudados. Muchos han estado desde el primer momento dedicando sus mejores esfuerzos a rescatar, dar comida y techo a quien lo necesitaba. Estamos ante una carrera de fondo porque los daños son muchos. La compasión que nos provocan los afectados es una reacción hermosa. Es necesaria que sea sostenida en el tiempo. Pero sabemos que la solidaridad no es suficiente. Porque necesitamos saber si todavía es razonable decir que la vida es justa y positiva. En estas circunstancias: sosteniendo la mano y la mirada de quien busca o entierra a los suyos. La lluvia ha sido esta vez fuente de muerte. Y eso nos desconcierta. Porque estamos acostumbrados a que se nos regale la vida, a que las estaciones y la biosfera nos sean favorables. No aceptamos que un azar destructivo tenga la última palabra sobre nuestra existencia. Queremos que la creación esté ordenada. Queremos que se nos repare la injusticia y se nos restaure lo mucho que nos ha quitado una naturaleza que se ha vuelto loca. ¿Por qué el deseo de reparación es tan insistente? ¿Por un espejismo, por un error del desarrollo de nuestro sistema neuronal? ¿Acaso estamos condenados a ser un experimento fallido de la evolución? ¿No será que la insistencia en reclamar que la vida sea justa es un presentimiento? El presentimiento de que efectivamente puede ser justa, de qué hay Alguien a quien pedir que lo sea.
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