¿La crisis se resuelve con más ética?

España · Fernando de Haro
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19 enero 2010
El origen de la crisis está cada vez más claro, pero la gran cuestión cultural de fondo sigue muy oscura. Ésta es una crisis internacional provocada por una política de tipos de interés errónea, por la separación entre la economía real y la economía financiera, por fallos en los mecanismos de supervisión, por un fin de ciclo que no se supo ver (lo explica bien Raimundo Ortega en  "Cómo se generó la catástrofe", numero 153, septiembre 2009, Revista de Libros - http://www.revistadelibros.com/articulo_del_mes.php?art=4417).

La crisis internacional se ve aumentada y prolongada en España por el pinchazo de nuestra propia burbuja, por una estructura productiva inadecuada. Todo eso en el contexto de una moneda única, en el que no se puede devaluar, provoca que el diferencial de competitividad se convierta en más paro (lo explicaba bien Luis de Guindos en El Mundo – "Paro por devaluación" – http://elcomentario.tv/reggio/paro-por-devaluacion-de-luis-de-guindos-en-mercados-en-el-mundo/01/11/2009/).  

Tenemos por delante un largo período como el de los años 90, en el que mucha gente no va a encontrar un empleo formal y estable. Estamos ante el fin de una época y, como sucedió tras los intensos años 20 del siglo XX, se buscan respuestas culturales. Una de las más habituales: la crisis económica es síntoma o expresión de una crisis moral. No le falta verdad a esa afirmación. Pero hay modos de entenderla muy estrechos.

La crisis ha provocado cierto oportunismo moralista que piensa que cuanto peor vayan las cosas más ocasión habrá para recuperar valores perdidos como la capacidad de sacrificio, el sentido del esfuerzo, la importancia de la familia o la estabilidad del matrimonio. Es un modo de pensar que asume los postulados de la mentalidad revolucionaria. El leninismo siempre fue partidario de que se acentuaran las contradicciones para instaurar la dictadura del proletariado. Pero la dialéctica del "cuanto peor mejor" sólo funciona, y en ocasiones, para tomar el poder. No cambia a nadie, que es de lo que se trata.  

En otros casos la identificación entre crisis económica y crisis moral expresa la convicción de que hace falta más ética. Hace algunas semanas, en un interesante almuerzo convocado en Madrid para la presentación de un libro, compartían mesa y mantel un grupo de católicos liberales, católicos conservadores y liberales no católicos. Algunos de ellos asesoran a importantes centros de decisión. Se hablaba de la encíclica Caritas in Veritate. Se hicieron varias consideraciones sobre la valoración que hace el texto de los sindicatos y el mercado. Y en un momento de la conversación, uno de los ilustres comensales defendió, a modo de conclusión, la idea de que era necesario que la Iglesia escribiese un tratado sobre la envidia. No interesaban mucho las aportaciones antropológicas del Papa sobre la centralidad de Cristo para el verdadero desarrollo o sobre la gratuidad como razón económica. Lo importante era subrayar el papel de la Iglesia como instancia ética que limitase los excesos de una economía en la que sobra Estado. La Iglesia tiene que hablar de la envidia para que los pobres no se enfaden del enriquecimiento de algunos, enriquecimiento que es fuente de desarrollo. Es un ejemplo extremo pero la palabra envidia puede ser sustituida por honradez, buenas prácticas, responsabilidad social corporativa o solidaridad, según se esté más cerca de una ética de derechas o de izquierdas. Todos ellos son valores necesarios pero no atienden a la petición que hacía Camus en su conferencia en el convento de los Dominicos de Latour-Maubourg: que los católicos sean ellos mismos.

Si la crisis es una crisis moral, la gran cuestión no es qué valores hay que rescatar sino quién es el hombre, quién es este hombre que está en paro, que construye, que intenta sacar adelante su empresa, que se ve sofocado por el Estado, cómo puede construir de un modo más humano. La vocación social del cristianismo es aportar a la vida común la experiencia de una fe que proporciona un conocimiento nuevo sobre la realidad, no convertirse en un instrumento para intentar reducir la violencia ambiental o para aportar un plus de ética. En la historia de España ese modo reductivo de entender la fe tiene especial peso. Por eso es tan significativa para nuestro país la intervención de Julián Carrón en la Asamblea de la Compañía de la Obras que tuvo lugar en Assago el pasado 22 de noviembre. Carrón afirmaba que la crisis está acompañada de una vieja incomprensión de la naturaleza humana, la de una modernidad que ha renunciado a la religiosidad y que cree que el corazón del hombre puede satisfacerse acumulando. De ahí surge el individualismo. "Ésta es la paradoja de la modernidad: cuanto más fomenta el individualismo, tanto más obligada se ve a multiplicar las reglas para controlar al ‘lobo' potencial que cada uno de nosotros podría llegar a ser (…). Éste es el resultado tremendo que se obtiene cuando todo se basa sobre la ética y no sobre la educación, es decir, sobre una relación adecuada entre mi persona y los demás".

Lo que puede aportar el cristianismo no es ética sino una comprensión nueva, exacta, de la necesidad, que permite afrontar mejor la crisis. La necesidad, también la económica, es expresión de que el hombre es deseo de infinito, de que el hombre es relación. Esa naturaleza de la necesidad, esa antropología, es la que permite ayudar a los otros, construir con otros de un modo sostenible, generar una sociedad que no está a merced del estatalismo, protagonista de su desarrollo y bienestar.

En la sociedad española no faltan evidencias de que ésta es la comprensión verdadera del hombre y de la economía. Ahí están los datos contundentes de Cáritas: 800.000 peticiones de ayuda de comida y de techo atendidas en 2009, el doble que en 2007. Cifras que suponen una extensa red de solidaridad. Pero después de este milagro, de este magno ejemplo de subsidiariedad en el que la sociedad ha sido protagonista como pocas veces, Cáritas se queja de que hay poca intervención del Estado.

El Estado tendría que intervenir pero no para sofocar lo que hace Cáritas sino para apoyarlo. La subsidiariedad es del Estado hacia la sociedad, no de la sociedad hacia el Estado. Falta claridad para reconocer que esa solidaridad es el recurso más efectivo porque supone que hay energía social en marcha, que se ha conseguido lo que la ética nunca hubiera realizado. Falta claridad para reconocer que ese gran movimiento social es la respuesta cultural por lo que implica de comprensión del hombre. Esa debilidad cultural del catolicismo español es la que provoca que las afirmaciones esenciales de la Caritas in Veritate se queden en pensamientos bonitos.  

Benedicto XVI sostiene que "la caridad en la verdad, de la que Jesucristo se ha hecho testigo, es la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo". Para la inmensa mayoría una frase así es una piadosa exageración, un bienintencionado deseo de afirmar a Cristo sin que, en realidad, tenga nada que ver con la lucha que un empresario, un empleado o un padre de familia están librando para sacar adelante lo que tiene entre manos. La provocación de Julián Carrón consiste en indicar que la necesidad, exhaustivamente comprendida, sólo puede ser respondida mejor construyendo con otros, de un modo sostenible, por el bien del pueblo, cuando la mirada de un Cristo real te acompaña, te sostiene, te corrige, te suscita una laboriosidad indomable. Sin una comprensión adecuada de la necesidad, Cristo es prescindible, como de hecho ha sucedido para buena parte del catolicismo español de los últimos siglos.

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