La crisis de Judas (y nuestra) en la carta de los nueve cardenales
Una carta escrita en vísperas del Sínodo por algunos obispos al Papa se ha convertido en el nuevo “caso eclesial” de estos días. Una carta privada con contenidos privados destinada a una correspondencia privada entre el obispo de Roma, la Iglesia que preside todas las iglesias en la caridad, y algunos sucesores de los apóstoles que interpelan al pontífice sobre cuestiones de método y mérito referidas al mismo Sínodo. Esta carta, diez días después, fue publicada por alguien que ha tergiversado el contenido y la referencia de los autores, obligando en plena asamblea sinodal a personalidades autorizadas de la Iglesia a desmentir si la habían firmado o si la habían redactado con esos tonos y contenidos, reactivando así las armas de una dialéctica entre “conservadores” y “progresistas” que –según las crónicas del Sínodo procedentes de los diversos frentes– esta vez no parece haber encontrado espacio dentro de los muros leoninos, pero que evidentemente no conviene a los que campan en las guerras internas de la Iglesia, en eso que el Papa ha llamado justamente “hermenéutica de la conspiración”, que se desarrolla entre los bastidores de poderosos lobbys que pretenden pilotar la doctrina católica hacia derecha o izquierda, hacia delante o atrás.
Mientras tanto, se repite lo que sucedió con Benedicto XVI y anticipó el triste episodio de mons. Charamsa: la Iglesia atacada desde dentro y el padre Lombardi no puede hacer más que tomar nota y desear que todo esto no constituya una presión, una injerencia de la mentalidad mundana dentro de la franqueza que en cambio debe ser protagonista estos días en el diálogo sinodal.
Sería fácil agitar los fantasmas de poderes cársticos que chantajean a la Iglesia, de amenazas veladas al Papa desde ambientes internos y externos que intentan desestabilizar el pontificado con puestas en escena mucho más elevadas que la doctrina sobre la eucaristía a los divorciados vueltos a casar. Probablemente, todo esto existe, y existe también un retorno de esas fuerzas que en tiempos del Papa Ratzinger obligaron al pontífice a responder a estos desafíos diabólicos de un modo profético, con la clamorosa renuncia al ejercicio activo del ministerio petrino. Pero esto no es todo, no lo describe todo. Porque si, como parece, la presión procede del seno de la Iglesia, la cuestión es muy distinta y, en definitiva, afecta a la libertad de todos.
Claudio Chieffo ha sido tal vez uno de los más grandes “cantautores del ideal cristiano” a finales del segundo milenio y sus palabras narran a veces mejor que mil comentarios, con una sencillez asombrosa, la actitud última del corazón, y lo desenmascaran. En una de sus canciones, titulada “El monólogo de Judas”, Chieffo hace decir al apóstol que traicionó a Jesucristo unas palabras desconcertantes: “No fue por los treinta denarios, sino por la esperanza que Él suscitó aquel día en mí”.
Todos los que están en la Iglesia, al menos por un instante, se han visto fascinados y aferrados por Cristo, han entendido que con aquel Hombre, con aquella Mirada, cambiaba realmente todo. Una vida pequeña se ve de pronto llevada ante lo Eterno, proyectada hacia una felicidad que va mucho más allá que lo que la oración se atrevía a esperar.
Pero precisamente delante de esta grandeza ilimitada, algo no ha funcionado. Cada uno ha podido experimentar en primera persona que lo que intuyó aquel día –el primer día– no era el contenido real que aquel Hombre proponía. Las enfermedades no sanaban, los pecados no se acababan, no sucedía nada mágico. Todo seguía igual y, ante algunos ciegos curados y algunos muertos resucitados, muchos otros seguían en la indigencia o en la tumba. Y eso desencadenaba en el corazón una gran desilusión. Una desilusión que no se podía expresar, porque se había abandonado todo por ese Hombre, una desilusión que ni siquiera se podía pensar, porque habría significado tener que admitir (aunque solo fuera en secreto) que no se había entendido nada.
“Ya le había dado todo –continúa el Judas de Chieffo– y su Reino no llegaba”. Entonces, en ese misterioso pliegue del instante, cuando su Reino no llega, se abre camino una última tentación: la de tomar en nuestras manos el timón, resolver nosotros el problema. Lo hizo Judas, lo hizo Pedro. El dolor es demasiado dolor para poder admitir que forma parte de la vida, el orgullo es demasiado grande para poder reconocer que uno se ha equivocado, que ha entendido mal. Y entonces no queda más que tomar nuestros asuntos entre nuestras manos. Con una carta filtrada a los periódicos, con una acción social organizada, con el entusiasmo y la nostalgia de viejas batallas que nos hacían sentir tan “vivos” allí, en el mar de Galilea. Y a medida que uno se acerca a Jerusalén, aflora la posibilidad de cerrarlo todo entregando a aquel Cristo –es decir, todo lo que hemos vivido en esta compañía– a la muerte.
La justificación, dentro y fuera del palacio apostólico, es siempre la misma: la de hacerle resurgir, devolverlo a la vida, a su lugar, en contra del imperio. Olvidando que su lugar no está en este mundo, sino a la derecha del Padre.