La conversión de Paul Claudel: un corazón tocado en Notre Dame
En la noche de Navidad de 1886 Paul Claudel, un joven de dieciocho años, experimentó en la catedral de Notre Dame una poderosa certidumbre que le llevará a abrazar la fe católica. Aquel hecho inexplicable tuvo lugar ante una imagen de la Virgen y el Niño asentada sobre una columna, ante la que se detienen hoy muchos visitantes de la catedral parisina. A Claudel le fue concedida una fe que, según él mismo escribe, ni todos los libros ni todos los argumentos podrían quebrantar. Pero no se le otorgó la paz porque Jesús dijo que no había venido a la tierra traer paz sino división (Mt 10, 34). Su vida entera, como la de cualquier cristiano que desee ser fiel, constituyó una continua lucha. Lo cierto es que su conversión estuvo marcada por un evidente cambio externo: un joven taciturno y reflexivo, empapado de lecturas y convicciones arraigadas sobre el progreso científico, supuestamente liberador, que se imponía con el siglo XIX, se transformó en un hombre locuaz y apasionado. Su nueva fe le impulsaba a una alegría nunca experimentada hasta entonces.
Claudel había sido forjado por una educación racionalista en la que todo se ajustaba a los estrechos límites del entendimiento humano, incluso los relatos evangélicos. Eran los tiempos de la Tercera República francesa, cuando la “Vida de Cristo” de Ernest Renan, un antiguo seminarista, constituía una lectura muy difundida, con un Jesús atractivo y amable desde el punto de vista humano y que no era en absoluto Dios. Se da la circunstancia de que unos años antes de su conversión, el adolescente Paul Claudel, estudiante del liceo Louis-le-Grand, recibía del propio Renan un premio por sus excelentes resultados académicos. Esto es una muestra de la inquietud intelectual del futuro escritor que, unos meses antes de acudir a misa a Notre Dame, había empezado a leer la corta producción de Arthur Rimbaud, interrumpida para siempre a los diecinueve años. En principio quizás asintiera, dada su educación laicista, a las diatribas del poema “Las primeras comuniones”, expresión de una virulenta crítica a la hipocresía social y a la estricta educación religiosa que la madre de Rimbaud había dado a su hijo. Pero es muy probable que el espíritu de Claudel se removiera ante estas palabras en prosa de “Una temporada en el infierno”: “No soy prisionero de mi razón. He dicho: ¡Dios! Yo quiero la libertad en la salvación: ¿cómo alcanzarla?… Si Dios me concediera la calma celestial, del aire, la oración –como los antiguos santos–. ¡Los santos!, ¡qué fuertes!, ¡los anacoretas, artistas como ya no los hay!”. Años más tarde, Paul Claudel, el ferviente escritor católico, estará convencido e intentará convencer a otros, no siempre con éxito, de que Rimbaud había vuelto a Dios en su lecho de muerte, pues así lo creía su hermana, presente en aquellos momentos.
Los símbolos de Rimbaud, la liturgia de Notre Dame, el tibio silencio de la noche de Navidad, la acuciante necesidad de volver enseguida a casa para leer la Biblia… Son circunstancias, unidas a la gracia divina que toca los corazones cuando quiere, que cambiaron hace ciento treinta años la vida de Paul Claudel. No siempre podrá transmitir a los demás lo que experimenta en su interior, pero en cierta ocasión aconsejó a uno de sus amigos: “La liturgia y la asiduidad a las ceremonias de la Iglesia enseñan mucho más que los libros. Hay que sumergirse en este inmenso caudal de gloria, de certeza y de poesía”. Con todo, a lo largo de su vida, algunos acusarán a Claudel de intransigente en sus convicciones religiosas, pero en realidad el escritor se asemeja a un río impetuoso, un mensajero que proclama a los cuatro vientos que ha encontrado en Cristo una alegría que nadie le podrá arrebatar. Ese encuentro no le exime de caer en el pecado ni estar libre de las contrariedades de la existencia, pero esa alegría invade toda realidad. Al igual que cada cristiano auténtico, tendrá que seguir luchando para levantarse después de caer. En Claudel, la alegría se renueva en el dolor. Las derrotas se superan con la alegría nacida del triunfo de un Salvador, luz brillante para los que viven en oscuridad y en sombras de muerte (Is 9, 2). Este y otros pasajes de Isaías serían glosados por Claudel en su poema “Chant du marche de Noël”, escrito en sus años de diplomático en Praga entre 1909 y 1911, cuando soñaba con estar en Navidad en Francia y ser el padre de familia que acompaña a todos a la misa del Gallo.