33 años de Carta Magna

La Constitución que nadie impuso

España · Charles Powell
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5 diciembre 2011
Los comicios del 15 de junio de 1977 pueden considerarse las verdaderas elecciones fundacionales del nuevo sistema democrático en España, ya que contribuyeron a deslegitimar al régimen autoritario a la vez que legitimaban a su sucesor. Tanto la elevada participación -del 78,8% de la población censada- como el número de candidaturas presentadas -4.537 para el Congreso y 937 para el Senado- reflejan el entusiasmo que suscitaron estos comicios, los primeros celebrados en España desde 1936.

Los resultados fueron igualmente alentadores, ya que UCD, con el 34,5% de los votos y 165 escaños (el 47,1%) en el Congreso, podría formar gobierno pero tendría que pactar la futura Constitución al carecer de una mayoría absoluta. (Ello contrasta vivamente con lo sucedido en Grecia, donde Karamanlis y su Nueva Democracia ganaron las primeras elecciones con el 54% de los votos y el 73% de los escaños, dando lugar a un comportamiento excluyente y sectario). Asimismo, el 29,2% de los votos y los 118 escaños (el 33,7%) obtenidos por el PSOE convirtieron al principal partido de la oposición en una seria alternativa de gobierno. En cambio, ni el PCE, que recibió el 9,3% de los votos y 20 diputados (el 5,7%) ni la neofranquista Alianza Popular, que cosechó el 8,1% de los sufragios y 16 actas (el 4,6%), obtuvieron los resultados apetecidos. Por último, los nacionalistas vascos y catalanes conquistaron una importante presencia en el Congreso, objetivo perseguido con ahínco por el gobierno para propiciar su participación en el proceso constituyente. En suma, los resultados propiciaron tanto la gobernabilidad como la aparición del consenso como método idóneo para superar las discrepancias que inevitablemente habrían de surgir durante la elaboración de la Constitución.

Las elecciones dieron paso a la tercera fase de la transición, que hoy conocemos como constituyente, a pesar de que la Ley para la Reforma no otorgase formalmente esa naturaleza a las nuevas Cortes democráticas.

Antes de los comicios, Suárez había sido partidario de la creación de una comisión de expertos que redactase rápidamente un texto breve -como había sucedido en 1931- para someterlo posteriormente a las Cortes. La oposición, sin embargo, quiso que fuese el propio Parlamento quien se encargase de su elaboración, creándose a tal fin una ponencia de siete miembros en el seno de la Comisión de Asuntos Constitucionales del Congreso de los Diputados, de la que formaron parte Gabriel Cisneros, Miguel Herrero de Miñón y José Pedro Pérez Llorca (UCD); Gregorio Peces Barba (PSOE); Manuel Fraga (AP); Jordi Solé Tura (PCE); y Miquel Roca (minoría catalana).

Sin embargo, antes de embarcarse de lleno en el proceso constituyente, la clase política hubo de hacer frente a otros retos más perentorios. En 1932, un político republicano había advertido que "o los demócratas acaban con la crisis económica o la crisis acaba con la democracia". Algo parecido podía afirmarse en otoño de 1977, con una inflación del 26%, un desempleo creciente, y un descenso continuado de las inversiones.

El responsable económico del gobierno, Enrique Fuentes Quintana, convenció a Suárez de la necesidad de adoptar severas medidas de ajuste cuyo éxito requeriría la colaboración de los agentes sociales, pero cuando estos se negaron a ofrecerla, se optó por negociar con los principales partidos políticos una amplio paquete de medidas económicas, sociales y políticas que ha pasado a la historia como los Pactos de la Moncloa, firmados el 25 de octubre y ratificados posteriormente por el Congreso.

La originalidad de los acuerdos radica en que, a cambio de aceptar las medidas de saneamiento propuestas por el gobierno, la oposición obtuvo contrapartidas tales como el inicio de la reforma fiscal, el reforzamiento de la Seguridad Social, y el control democrático de instituciones clave como el Banco de España. A insistencia de la izquierda, Suárez también aceptó legislar sobre materias de incidencia política que no podían esperar a la aprobación de la Constitución, como la reorganización de los cuerpos y fuerzas de seguridad, la introducción del control parlamentario sobre los medios de comunicación de titularidad pública, o la liberalización de la legislación sobre libertad de expresión y derecho de reunión y asociación.

Los Pactos de la Moncloa incidieron favorablemente sobre la situación económica, contribuyendo a reducir la inflación al 16% en 1979, pero la recuperación fue efímera, y un segundo shock petrolífero, provocada por la revolución iraní, deshizo buena parte de lo conseguido. No obstante, los acuerdos fueron importantes porque pusieron de manifiesto la existencia de un amplio consenso básico en torno a la economía social de mercado como el modelo más adecuado para España. Además, permitieron demostrar que, a diferencia de sus predecesores, un gobierno democrático podía obtener los apoyos sociales externos necesarios para hacer frente a los grandes retos del momento. Finalmente, también contribuyeron a la socialización democrática de la nueva élite política surgida de las elecciones, e incluso, a la reconciliación entre antiguos antagonistas, fenómeno sin el cual la transición española hubiera sido inviable.

El gobierno siempre atribuyó una importancia especial a la participación de los nacionalistas catalanes y vascos en el proceso constituyente, y estuvo dispuesto a realizar importantes concesiones para lograrlo. Suárez se mostró inicialmente reacio a negociar con el presidente de la Generalitat en el exilio, Josep Tarradellas, debido fundamentalmente a su vinculación con una etapa que se pretendía olvidar. Sin embargo, en las elecciones de 1977 el Pacte Democràtic per Catalunya de Jordi Pujol solo obtuvo el 17% de los votos catalanes, siendo ampliamente superado por socialistas y comunistas. En vista de ello Suárez accedió a negociar con Tarradellas, que a diferencia de la mayoría de los dirigentes catalanes, no exigía el restablecimiento del Estatut de 1932, lo cual posibilitó su regreso a Barcelona en octubre de 1977 como presidente de una Generalitat provisional restaurada, a cambio de reconocer la Monarquía y la unidad de España.

Suárez hubiese deseado realizar una operación similar en el País Vasco, pero no fue posible. El presidente del gobierno vasco en el exilio, el peneuvista José María de Leizaola, prefirió ceder el protagonismo a la Asamblea de Parlamentarios Vascos creada tras las elecciones, lo cual privó a los nacionalistas del control del proceso, ya que estaban en minoría ante los partidos de ámbito nacional. Por ello, la elección de un Consejo General del País Vasco en diciembre de 1977, presidido por el socialista Ramón Rubial, no tuvo el mismo impacto que el restablecimiento de la Generalitat, al menos a ojos de los nacionalistas. Lamentablemente, tampoco contribuyó mucho a la normalización de la situación política vasca la generosa amnistía general aprobada por el Congreso en octubre, de la que se beneficiaron tanto quienes habían ejercido la violencia contra el régimen de Franco como los que la habían utilizado para sostenerlo.

Todos estos acuerdos permitieron que los trabajos de las Cortes constituyentes se desarrollaran en un clima razonablemente sosegado. La ponencia redactó un anteproyecto entre agosto y diciembre de 1977, que se publicó en enero de 1978, y tras estudiar las enmiendas presentadas, presentó su proyecto de Constitución en abril. Poco antes, al comprobar que se había impuesto la táctica de Herrero de Miñón de dejar en minoría al PSOE con el apoyo de Fraga y Roca, Peces Barba había abandonado espectacularmente la ponencia, aunque no sin antes firmar el proyecto. Ante el temor a que el texto resultante fuese considerada una "constitución de derechas" -de la misma manera que la de 1931 había sido tildada en su día de "constitución de los republicanos"- al iniciarse en mayo los debates de la Comisión Constitucional, Suárez encomendó a su vicepresidente y hombre de confianza, Fernando Abril Martorell, la tarea de llegar a un entendimiento global con los socialistas. De sus largas reuniones nocturnas con Alfonso Guerra fue surgiendo un nuevo consenso UCD-PSOE, al que pronto se sumaron Roca y Solé Tura, y del que fue excluido inicialmente AP, provocando un breve abandono de la Comisión rápidamente rectificado por Fraga.

A la hora de elaborar el texto, las Cortes constituyentes tuvieron muy presente tanto la Constitución de 1931 -generalmente para no reincidir en sus errores- así como las principales constituciones europeas vigentes, sobre todo la alemana, mientras que su contenido socioeconómico reflejaba el consenso neokeynesiano todavía imperante en el Viejo Continente. En lo que a la configuración del futuro sistema político se refiere, cabe subrayar la proclamación de la monarquía parlamentaria como la forma política del Estado español, una vez rechazada en la Comisión Constitucional del Congreso, por 13 votos a favor, 23 en contra y una abstención, la enmienda republicana presentada por el PSOE en mayo de 1978. Así pues, si bien la monarquía no fue sometida a una consulta popular monográfica -como tampoco lo había sido la fórmula republicana en 1931- el papel del Rey en la transición permitió su convalidación mediante voto parlamentario. En lo que al legislativo se refiere, cabe definir el sistema adoptado como de bicameralismo asimétrico, dada la supremacía política del Congreso sobre el Senado, que nació como cámara de representación territorial pero que actuaría en realidad como una de segunda lectura. También resulta destacable el interés del constituyente por definir unas relaciones entre el Gobierno y las Cortes que primaban al primero en detrimento de éstas, mediante instrumentos tales como la moción de censura constructiva, actitud en la que sin duda pesó el recuerdo poco edificante de la II República. Esta preocupación explica igualmente la configuración del Gobierno como un órgano absolutamente supeditado a la voluntad de su presidente.

El asunto que mayores dificultades planteó a los constituyentes fue sin duda la definición de la futura organización territorial del Estado. Ante la dificultad de acordar un modelo aceptable para todos, se optó por una fórmula híbrida, abierta, que garantizaba el "derecho a la autonomía" de "nacionalidades y regiones", sin definirlas ni enumerarlas, estableciendo dos procesos alterativos para ejercitarlo, pero sin obligar a hacerlo ni configurar el contenido final de ese derecho en términos diferenciales. Además, la solución finalmente adoptada daba facilidades a las comunidades que habían aprobado estatutos de autonomía bajo la II Republica para emplear la vía más compleja, pero sin negar su utilización a otras regiones. En suma, la Constitución no impuso solución alguna, pero hacía posibles muchas. Lamentablemente, ello no fue suficiente para obtener la aprobación del PNV, que pretendía la reintegración y actualización de los fueros abolidos en 1839 y 1876 mediante un pacto con la Corona.

La fase parlamentaria del proceso constituyente concluyó el 31 de octubre de 1978, con una votación final en ambas cámaras. En el Congreso, donde hubo cinco ausencias, el texto se aprobó por 325 votos a favor, seis en contra (cinco de AP y una de Euskadiko Ezkerra), y catorce abstenciones (siete del PNV, tres de AP, una de UCD, una de Ezquerra Republicana y dos del grupo mixto). AP pasó así a la historia parlamentaria española por ser el único partido cuyos diputados votaron a todas las opciones disponibles. En el Senado, la votación arrojó 226 votos a favor, cinco en contra y ocho abstenciones. Sometida a referéndum el 6 de diciembre de 1978, la Constitución fue aprobada con un 87,9% de votos a favor y un 7,8% en contra, con una participación del 67%. En el País Vasco votó el 44,7% de los censados, de los que el 69,7% lo hizo a favor y el 23,5% en contra; así pues, sólo el 31% del electorado vasco aprobó la Constitución. Evidentemente, la transición se saldó allí con un éxito menor que en otras comunidades, incluida Cataluña, donde los niveles de participación y de apoyo a la Constitución fueron similares a la media española.

Gracias en parte a su método de elaboración, la virtud principal de la Constitución de 1978 fue que, a diferencia de otras constituciones españolas (incluida la de 1931, que no fue sometida a referéndum), casi nadie la percibió como una imposición. Paradójicamente, a pesar de tener sus orígenes en una Ley para la Reforma que, formalmente al menos, era la octava ley fundamental de un régimen autoritario, el proceso constituyente español fue más incluyente que los de Grecia y Portugal. En el país vecino, la Revolución de los Claveles permitió a los militares introducir ciertos dominios reservados en la constitución de 1976, lo cual hizo necesaria una profunda reforma en 1982, mientras que en Grecia la de 1974 fue considerada la ‘constitución de Karamanlis' por el principal partido de la oposición, el Pasok, que solo la hizo suya tras alcanzar el poder en 1981. Por último, el proceso español fue también el más participativo, ya que fue el resultado de tres consultas populares: el referéndum de 1976, las elecciones de 1977, y la consulta de 1978.

Extraído de El camino a la democracia en España

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