La complicada y necesaria implementación del acuerdo de París
Los parisinos cerraron su año negro como anfitriones de un prometedor acuerdo para hacer frente de manera urgente al cambio climático. Digámoslo pronto, la fortaleza del documento está limitada a unas líneas generales que han de ser ratificadas por parte de los 196 países firmantes; sin embargo, esas pocas directrices consolidan una preocupación global, especialmente articulada por el Papa en la encíclica ‘Laudato Si’.
Los objetivos primordiales del acuerdo se centran en la reducción de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero, evitar que el crecimiento de la temperatura global supere 2 grados respecto a los niveles pre-industriales y promover el acceso universal a la energía sostenible en países en vías de desarrollo. Para ello, se propone aplicar medidas urgentes que eviten el potencial mayor coste de planes de mitigación futuros y se solicita a los países más avanzados que financien y capaciten a las naciones en desarrollo durante los próximos cuatro años de manera que puedan reforzar su acción asociada al propio acuerdo.
El consenso público ha crecido en todo el mundo acerca de la necesidad de poner en marcha medidas que garanticen la sostenibilidad del planeta y la protección de las regiones más vulnerables. Sin embargo, parece justo preguntarse cómo y a qué velocidad ha de efectuarse tal cambio. Hace unos meses, tuve la oportunidad de presenciar una presentación de Tom Rand sobre su libro “Waking the Frog. Solutions for our climate change paralysis” (Despertando la Rana. Soluciones para nuestra parálisis ante el cambio climático). En él, Rand usa la imagen de una rana en una olla con agua que se pone a hervir: el anfibio es capaz de acomodar su temperatura corporal al incremento térmico del agua sin darse cuenta de que acabará explotando. Según el autor, nuestra sociedad, al igual que la rana, ha de despertar en lugar de seguir adaptándose al deterioro de las condiciones externas y acometer, de manera urgente, acciones correctoras. El autor de “Waking the Frog”, como muchos otros pensadores, atribuye la resistencia al cambio a los macrointereses económicos de las grandes multinacionales petroleras. Sin lugar a dudas, Rand no será la persona que congregue mayor consenso entre las numerosísimas opiniones que provoca el calentamiento global; sin embargo, apuntó durante su ponencia un interesante dato económico en el que conviene detenerse: doblar el PIB mundial, actualmente previsto para finales de la década de los 30, se retrasaría solamente en dos años si se implementasen las medidas necesarias para frenar el cambio climático. Visto bajo esta perspectiva, parecería difícil resistirse a comprar de manera inmediata el plan que asegurara tal resultado.
Entonces, ¿nos atrevemos a cambiar el orden económico mundial ahora que el precio del petróleo y las materias primas están por los suelos, que Latinoamérica decelera su crecimiento, que la burbuja del mercado financiero chino ha explotado y que gran parte del mundo está librando una guerra de naturaleza sin precedentes? No sonaría prudente un cambio radical de dirección de la noche a la mañana; sin embargo, hay suficientes pistas que indican que la transformación se puede acometer de manera efectiva y no excesivamente traumática.
Hace algunas semanas, The Economist publicaba un artículo titulado “Latin American economies should show leadership on climate negotiations” (Las economías latinoamericanas deberían mostrar liderazgo en las negociaciones sobre el clima) en el que se exponía una idea ampliamente aceptada por muchos sectores de la economía: el desarrollo sostenible es un promotor del crecimiento económico a nivel energético, de gestión del territorio, en el progreso de pequeñas comunidades y otros ámbitos. Hacia las mismas fechas, el profesor Nathwani, de la Universidad de Waterloo en Ontario, proponía una triple acción para una lucha sostenible del cambio climático: cambio del mix energético, intensificación de la electrificación por medio de smart grids y maximización del valor a largo plazo de los combustibles fósiles, promoviendo una extracción al ritmo de las necesidades globales y alejada del actual bombeo desenfrenado.
Por paradójico que parezca, esta combinación de incremento de la electrificación y de-carbonización progresiva puede resultar la vía más realista para conseguir los objetivos de París, sin que colapsen durante la maniobra algunos de los sectores y mercados laborales más relevantes de la economía mundial. El futuro de las energías limpias seguirá, al menos por un tiempo, asociado a los combustibles fósiles; especialmente significativos son los casos de Japón, donde el futuro mix energético otorga máxima relevancia a las renovables y hace renacer el carbón para optimizar costes, y Canadá, donde el objetivo de que British Columbia tenga la industria de GNL más limpia del mundo pasa por la ecuación gas natural–electrificación–energías limpias.
La extraordinaria evolución que han experimentado en el último lustro las tecnologías renovables -especialmente la eólica y la fotovoltaica- ha maximizado su capacidad de generación y minimizado su coste. No hay motivo para seguir acusándolas de tener un precio fuera de mercado; sirva como ejemplo paradigmático la subasta celebrada hace unos días en España para la construcción de 500 nuevos megavatios eólicos que los desarrolladores han cerrado sin incrementar un céntimo el precio de salida. Por otro lado, no podemos hacer desaparecer los combustibles fósiles cuando ni siquiera se vislumbra una alternativa a su uso en ciertos sectores estratégicos como los transportes marítimo y aéreo.
Si superamos férreas posiciones ideológicas, parece razonable afirmar que una escalonada de-carbonización y un crecimiento significativo de la electrificación y las smart-grids pueden hacer que lucha contra el cambio climático y crecimiento económico global vayan de la mano.