La ciencia depende existencialmente de la fe
El artículo de Savater publicado la semana pasada en El País, sobre "Las trampas de la fe", pone el dedo en la llaga al traducir la pregunta acerca de si la ciencia y la religión son compatibles en otra mucho más concreta: ¿son compatibles la poesía amorosa y la ginecología? La respuesta es obviamente afirmativa, como el propio Savater reconoce, y es igualmente obvio que ninguna de las dos debería tratar de enmendarle la plana a la otra. Pero a partir de aquí el resto de sus argumentos, que desembocan en la sorprendente conclusión de que todos los totalitarismos nacen de la irracionalidad de las religiones monoteístas, resultan cortos de miras.
El problema es, por un lado, que sin poesía amorosa, sin ninguna referencia real fuera de su propio ámbito, la ginecología, la genética y la bioquímica corren el riesgo, ellas sí, de convertirse en manual de instrucciones para toda suerte de proyectos totalitarios. Por otra parte, Savater parece ignorar que también la ciencia, el único modo de conocimiento que según él y los ideólogos de Zapatero tiene carta de ciudadanía en el mundo contemporáneo, depende existencialmente de la fe para su desarrollo y transmisión. Pues, de hecho, sin esa peculiar forma de alcanzar certeza que es la adhesión a lo que alguien en quien confiamos nos dice sobre la realidad, el progreso de la ciencia sería imposible. Si esa certeza no fuera razonable, si los gigantes sobre cuyos hombros construimos no fueran testigos fiables de la sorprendente inteligibilidad de la naturaleza, cada generación tendría que comenzar siempre desde cero, y la labor a la que gustosamente nos dedicamos miles de científicos en todo el mundo sería más parecida a la de un batallón de limpiadores de escombros. Es esa desconfianza, esa ruptura con una tradición científica sólidamente establecida, la que hace antipático al diseño inteligente. Y se trata de una sospecha de fondo que, cuanto mayor es tu familiaridad con los logros de la biología evolutiva, más incómoda e indeseable resulta. Ahora bien, estamos empezando a hablar de cosas (confianza y desconfianza, tradición, familiaridad…) que, según Savater, tendrían más que ver con la poesía, el mito y la religión que con el conocimiento. Lamentable, porque sin esas cosas al ímpetu cognoscitivo le falta energía para arrancar, como pone de manifiesto el número cada vez menor de jóvenes que eligen matricularse en carreras de ciencias.
Hasta aquí podría parecer que se trata sólo de un problema de razón práctica. Pero no es así: es también un problema ontológico. El fondo de la cuestión es que si la razón es el instrumento con que la naturaleza dota al hombre para hacer frente a la realidad, entonces existen datos cuya interpretación exige el concurso de métodos distintos del científico. Volviendo al tosco ejemplo de Savater, un beso apasionado es sin duda un intercambio de microbios por vía oral, pero no es "simplemente" eso. Una tocata de Bach es un conjunto de cambios de presión en el aire que llega a mis oídos, pero ¿es sólo eso? Un cuadro de Vermeer, ¿es sólo el conjunto de partículas que absorben y reflejan la luz sugiriendo un rostro tan misterioso como en última instancia inexistente?
La mentira del reduccionismo cientifista es que, a cambio de una certeza aburrida, sin sitio para la libertad, pretende hacernos creer que en todos esos ejemplos de unidad inseparable entre dos realidades irreductibles, sólo la parte material -que es ciertamente la menos interesante- puede ser objeto de discusión racional, de crítica, de conocimiento. O sea: que sólo puedo conocer lo que menos me importa. He aquí la verdadera trampa de estos paladines de lo políticamente correcto.