La chispa puede volver a encenderse

Mundo · José Luis Restán
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6 septiembre 2011
Trescientos veintinueve sacerdotes austriacos, muchos de ellos párrocos, han lanzado su agrio ultimátum. Si la Iglesia no suprime el celibato como condición para el ministerio sacerdotal, si no permite la ordenación de mujeres y no acepta a los divorciados vueltos a casar a la comunión eucarística, están dispuestos a cortar amarras. La amenaza es de un nuevo cisma, palabra que produce escalofríos en cualquier católico consciente. Es el estrambote final (¿realmente final?) de una historia que comenzó con el gran shock de las acusaciones de abuso sexual al cardenal Hermann Gröer, hace casi veinte años. Aquel fue el banderazo de salida para el movimiento "Somos Iglesia", paradójico apelativo para quienes amenazan con romperla si no acata su "diktat".

Juan Pablo II y Benedicto XVI han distinguido a Austria con especial delicadeza. Han seguido con paciencia paternal las vicisitudes de una comunidad antaño espléndida y floreciente, ahora debilitada, entristecida, en no pocos casos acomplejada. Esta no es una historia de buenos y malos, es la historia de una reducción progresiva de la sustancia de la fe, de una adaptación a la mentalidad mundo (por emplear el lenguaje de san Pablo), también de una incapacidad de corregir y educar. En todo caso, como luego veremos, esa no es toda la historia.

Navegando en la dirección del viento que más sopla en la sociedad y en los medios de comunicación, los trescientos curas austriacos han encendido una hoguera que quizás les devore a ellos mismos, aunque de paso arrasará comunidades ya muy debilitadas. No entraremos aquí en el debate sobre cada una de las cuestiones planteadas, cuestiones que han merecido amplísimos debates y que se han clarificado con un claro magisterio de los papas y de los concilios. El problema no es que se discutan determinados aspectos de la disciplina eclesial, es mucho más profundo. La cuestión es si el cristianismo es la presencia viva de Cristo resucitado en el cuerpo de la Iglesia (sacramento de salvación), o si es un conjunto de propuestas morales y de transformación social que gestiona una corporación.

Los firmantes de la iniciativa, que según algunas encuestas cosecha una aprobación cercana a tres cuartos de los austriacos que se declaran católicos, desvelan su verdadero problema cuando exigen que allí donde no haya sacerdote para celebrar la eucaristía, lo haga cualquier laico "bien preparado" o un ministro protestante. Y cuando afirman que Roma no puede imponer sus criterios a los católicos de Austria. Cuánto extravío y con fusión sobre lo esencial, sobre la raíz misma de la fe.

El cardenal Christoph Schönborn, arzobispo de Viena, ha proclamado ya el "non possumus". Fino teólogo, discípulo de Ratzinger y uno de los redactores del Catecismo de la Iglesia, ha demostrado sus dotes para el diálogo. Algunos dicen que demasiado, pero el Papa sabe la hoguera sobre la que se sienta y sigue confiando en él. Tomó las riendas de la bella diócesis vienesa tras el trauma que tumbó el pontificado de Gröer, y desde entonces sabe lo que es sufrir. Parece que ha llegado la hora de la verdad, la hora en que la rebeldía y el desafecto soterrados salgan a la luz y abran la tremenda llaga que afecta desde decenios al cuerpo eclesial en aquel país. El Papa recordó a los obispos en 2005 unas significativas palabras de san Pablo: "no tuve miedo de anunciaros enteramente el plan de Dios". Y Schönborn, sabedor de lo que se aproxima, ha levantado la voz.   

Es paradójico que mientras en tantos sectores del mundo de la Reforma cunde la nostalgia de la unidad, el deseo de la vuelta a los orígenes, la valoración de la Tradición y de los sacramentos, e incluso el deseo del reencuentro con el hogar de Roma, desde el corazón de la Católica surja este movimiento centrífugo y suicida. Sólo que a diferencia de lo sucedido hace más de cuatro siglos, aquí no bulle un deseo desbocado de purificación, sino la escucha de los cantos de sirena de este siglo.    

Pero ya lo decíamos, esta no es toda la historia, ni mucho menos. En Austria ejercen su ministerio en torno a 2.600 sacerdotes, y aunque la cifra de los firmantes es muy notable y seguramente extiende su influencia fuera del círculo visible, conviene ver la exacta dimensión de las cosas, y quizás invitar a que tomen la voz los que (forzados o acobardados) han guardado demasiado silencio. También en el bello país alpino crecen nuevas comunidades y movimientos, nuevas formas de vida religiosa. Y crece una nueva generación de jóvenes libres de viejos tópicos y deseosos de encontrar a Dios en la Iglesia; ciertamente son una minoría en los ambientes universitarios, laborales y de ocio, pero conforman un punto firme y sólido, una semilla que puede germinar de nuevo. Tal vez sea la hora de empezar de nuevo, sin despreciar nada de las riquezas de antaño pero sabiendo que es preciso recibirlas en el presente y arraigarlas con un lenguaje y una forma nuevos. El tiempo que espera será muy doloroso, pero también veremos surgir bellezas insospechadas.                                   

En su visita ad límina de noviembre de 2005, los obispos austriacos escucharon de Benedicto XVI la invitación a tomar una serie de medidas misioneras para lograr "un cambio de ruta". No sabemos aún si los acontecimientos presentes son el signo de que la sal está operando sobre la herida, o de que ésta se ha infectado todavía más. En todo caso el Papa, que conoce con precisión toda esta historia, aseguró a los obispos que "la chispa del celo cristiano puede volver a encenderse". Basta que existan testigos de la racionalidad y belleza humana de la fe, que existan apóstoles y profetas cuya voz se escuche quizás entre el escarnio de los periódicos y la bufa de una parte considerable del pueblo. Como decía Eliot, la Iglesia se deshace y reconstruye continuamente.

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