La caída y la gracia
El 4 de enero de 1960 el automóvil que conducía Michel Gallimard se estrelló contra un árbol en la Nacional 5, en el tramo Sens-París. En el coche, un deportivo Vacel Vega, viajaba también Albert Camus, que moría en el acto. Terminaba así, trágicamente, la existencia de un escritor cuya obra filosófico-literaria impactó profundamente y dio mucho que hablar a la generación de la segunda posguerra. Poco antes de morir, en diciembre del ’57, había recibido en Estocolmo el Premio Nobel de Literatura.
Cuando se cumplen 60 años de su desaparición, Camus sigue siendo uno de los pocos autores cuya figura y obra nunca han caído en el olvido. Siguen saliendo ensayos sobre él y la editorial Gallimard mantiene en París la edición de inéditos y epistolarios. A pesar de la mole de estudios sobre él, hay un aspecto de su reflexión todavía por explorar, el de su dimensión religiosa. Pero esta, especialmente a raíz del tema de ‘La caída’, publicada en 1956, resulta particularmente evidente. Después del ciclo del absurdo y de la revuelta –‘El extranjero’, ‘Calígula’, ‘La peste’, ‘El hombre rebelde’– emergen, en el Camus de los años 50, nuevas exigencias. El hombre rebelde puede juzgar al divino Demiurgo solo si es más justo que él, “pero eso”, escribe, “exige una inocencia que ya no tengo”. Un nuevo pesimismo entra en escena. Camus ya no cree en la beata inocencia del mundo. Por primera vez sale a la luz la exigencia de una gracia, esperada y violentada a la vez. “Cuando hemos visto una sola vez resplandecer la felicidad en el rostro de un ser querido, descubrimos que no puede existir para el hombre otra vocación que la de originar esa luz en los rostros que nos rodean… y desgarra pensar en el infortunio y las sombras que proyectamos, por el solo hecho de vivir, en los corazones que encontramos”. Para superar esta violencia natural, el corazón debería verse “transfigurado”, pero no es fácil. “Siempre hay una parte del hombre que quiere morir y que pide ser perdonada”. El perdón, que es una forma de amor, es complicado porque, rigurosamente, “nadie merece ser amado – nadie está a la altura de este don supremo”. Por eso, “el amor de Dios, por lo que parece, es el único que logramos soportar porque siempre queremos ser amados, a pesar de nosotros mismos”. Camus advierte entonces “el peso insoportable de este mundo, del cual, al comienzo, estaba tan satisfecho”.
En este contexto se inserta ‘La caída’, novela de 1956, donde el grito de su protagonista, Clamence, es evidente. «Por lo demás, no podemos afirmar la inocencia de nadie, en tanto que sí es posible afirmar con seguridad la culpabilidad de todos”. Ante eso, “la única utilidad de Dios sería garantizar la inocencia, y yo más bien vería la religión como una gigantesca empresa de lavandería, algo que por otra parte ya fue brevemente, durante solo tres años, y no se llamaba religión. Desde entonces falta el jabón”. Ni el mismo Jesús estaría totalmente libre de culpa. Lleva indirectamente la responsabilidad de las matanzas de inocentes. Por ello, en una suerte de muerte expiatoria se entrega a Dios, pero este permanece mudo. Para Clamence, el compartir la culpa, llegando hasta Jesús, se convierte en una suerte de auto-absolución generalizada, la posibilidad de seguir pecando sin tener por ello que cambiar de vida. “Pero cuando uno no ama su vida, cuando uno sabe que tiene que cambiarla, no hay elección, ¿no? ¿Qué hacer para ser otro? Imposible. Habría que no ser nadie, olvidarse de sí mismo por el otro, una vez al menos. ¿Pero cómo? (…) Sí, hemos perdido la luz, la santa inocencia del que se perdona a sí mismo”. Constreñido entre el deseo de abandono y la rebelión –hasta el punto de que Sartre escribirá que Camus “es un antiteísta más que un ateo”–, Camus no logra desatar el nudo. “Yo no creo en Dios ni soy ateo”, llegará a decir. Esta conjunción significa que el problema para él no queda resuelto, personalmente permanece en el umbral. “Jamás partiré del principio de que la verdad cristiana es ilusoria, sino únicamente del hecho de que yo no he podido entrar”. Es contrario al cristianismo y siente nostalgia de la gracia. “¿Quién dará testimonio de nosotros? Nuestras obras. ¡Lastima! ¿Quién entonces? Nadie, nadie excepto los amigos que nos han visto en ese instante de entrega en que nuestro corazón se consagraba por entero a otro. Resumiendo, aquellos que nos aman. Pero el amor es silencio. Todo hombre muere desconocido”. Falta Aquel que puede salvar ese amor secreto de los hombres.
En la última novela de Camus, la espléndida e incompleta ‘El primer hombre’, que llevaba consigo en el momento del accidente mortal de aquel coche, lo que queda es el amor de una madre, la madre pobre y silenciosa del autor. A ella, vestigio terreno de lo divino, va la súplica del hijo pródigo. “Oh madre, oh tierna, niña adorada, más grande que mi tiempo, más grande que la historia que te sujetaba, más verdadera que todo lo que he amado en este mundo, oh madre, perdona a tu hijo por haber huido de la noche de tu verdad”. Figura extrema de una vida oculta, de una dedicación sin recompensa, la “madre es Cristo”. Es “como un Myshkin ignorante. No conoce la vida de Cristo, salvo en la cruz. Sin embargo, ¿quién está más cerca de él?”. Camus, que había leído el estudio de Romano Guardini sobre el universo religioso de Dostoyevski, asocia la figura materna al protagonista de ‘El idiota’. Ella es el “idiota” cuyo sacrificio de amor es más fuerte que la revuelta. “Cristianismo de la madre al final de la vida. La mujer pobre, infeliz, ignorante (…) que la cruz la sostenga”. Como Agustín con Mónica, Camus encuentra en su madre el eco de Cristo, el reflejo de una dedicación inmotivada más fuerte que cualquier objeción. “¿Qué conservaría valor? El silencio de una madre. Ante ella deponía las armas”. De aquí brota la última, la más auténtica religión de Camus. “Los que suscitan amor, aunque caigan, reinan en el mundo y lo justifican”. Más allá de la caída y la rebeldía, aquí se abre una nueva posibilidad: la “gracia” como “justificación” de la existencia. Una gracia que refulge allí donde el sacrificio es mayor. Donde el afecto a Cristo, un Cristo totalmente terrenal, sí, mueve a Clamence a confesar: “Gritó su propia agonía y por eso amo a este amigo que murió sin saber”. También Nancy Mannigoe, la protagonista de ‘Réquiem por una mujer’ de Faulkner, en la adaptación de Camus al francés exclama: “Pero yo le amo porque lo mataron”. En este amor a Cristo, Camus, que admiraba al Jesús resucitado de Piero della Francesca, no va más allá del sacrificio del Gólgota. Custodia la exigencia de una gracia que resplandece, a veces, en las relaciones humanas, en una “compañía sin palabras”, en gestos nobles que “conservan por entero a mis ojos el valor de un milagro: un efecto exclusivo de la gracia”. Es la opulencia que brilla en la pobreza. “Para los ricos el cielo, siendo un don sobreabundante, parece un don natural; solo los pobres le restituyen su carácter de gracia infinita”.
Artículo publicado en L’Osservatore Romano