La amistad cívica vence el miedo

Mundo · Angelo Scola, arzobispo de Milán
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3 diciembre 2014
“Habitantes sin casa y casas sin habitantes”. De esta forma han descrito eficazmente los pastores de los barrios periféricos de Milán un problema que viene de antiguo y que en los últimos meses está adoptando aspectos de grave y peligrosa emergencia.

“Habitantes sin casa y casas sin habitantes”. De esta forma han descrito eficazmente los pastores de los barrios periféricos de Milán un problema que viene de antiguo y que en los últimos meses está adoptando aspectos de grave y peligrosa emergencia.

Las noticias causan impresión: miles de casas ocupadas, por referirnos solo a Milán y Roma, y desórdenes en torno a los campos de chabolas. El fenómeno de los desalojos, las protestas de los ciudadanos y sus iniciativas para “defenderse”, la oposición a las fuerzas del orden, que a veces ve junto a los pobres, gente de mala fama y grupos ideológicos, los llantos, los gritos y los silencios de muchos rostros impotentes…

Tener una casa es una exigencia de la dignidad humana y representa, por tanto, un valor social indispensable. De tener una casa depende también el tener una familia y la posibilidad de formar nuevas familias. Los tristes hechos que ocupan la crónica de las últimas semanas nos dicen que muchos, sobre todo entre los más pobres y débiles, ven negado o amenazado este derecho. Por otra parte, sin legalidad no se puede perseguir el necesario bien común.

Hasta los años 60-70, los habitantes de las casas populares eran mayoritariamente gente de clase obrera, y normalmente con trabajo estable. En nuestros días, en ciertas zonas de barrios periféricos, la gente y las familias estables y con renta segura representan en cambio una minoría (en Milán no más del 20-25%). Además, al ser los edificios de estas zonas ya antiguos y estar las casas fuertemente deterioradas, no se procede a realizar los trabajos esenciales por falta de recursos. Por tanto, la degradación continúa, es más crece al no verse frenada. Se crean así las condiciones para que prospere la micro-delincuencia y similares. La ilegalidad o la semi-ilegalidad, tan extendidas, tiende a convertirse en una praxis, un dato de hecho al que hay que resignarse.

Entre nosotros nos existen fenómenos de marginación clamorosa como los slums, las bidonvilles o las favelas que caracterizan sobre todo a las grandes ciudades. Sin embargo, los “sin techo” (una expresión que el Papa Francisco ha definido como un eufemismo: “Es curioso cómo en el mundo de las injusticias abundan los eufemismos”) en Milán son probablemente un tercio del total nacional.

En esta situación, el miedo –sentimiento que nace de advertir una realidad como amenaza– aumenta cada vez más, como las crecidas de los ríos, que por desgracia conocemos bien. Se corre el riesgo de superar los niveles de alerta e inundar los corazones, anegando la esperanza de quien es más frágil y vulnerable. El miedo nace en nosotros cuando algo viene a invadir de un modo inquietante nuestra rutina. La reacción más inmediata se convierte entonces en fuga, animada por nuestro instinto de supervivencia. ¿Pero qué pasa cuando no es posible huir?

Del miedo impotente a la rabia, y de ahí a la violencia y a la revuelta el paso es muy breve. En estos casos, lo sabemos bien, “el grupo violento” termina acallando la responsabilidad personal. Así se hace difícil reconocer que la violencia no es nunca una solución. Sobre todo, la violencia corre el riesgo de “hacer desaparecer” el mismo problema que ha provocado el miedo. Genera una dinámica de “exclusión” de la gente y de sus necesidades, y de forma aparentemente menos brutal produce un “individualismo resignado”.

Por otra parte, no se puede caer en la trampa de pensar que la emergencia de la vivienda se pueda reducir simplemente a una emergencia de orden público. De hecho, el orden de una sociedad nace y expresa el bien común difundido y compartido. Un bien hecho de libertad, justicia y solidaridad. Estas instancias son inseparables entre sí.

¿Entonces qué hacer? Reforzar eso que en otras ocasiones, en artículos anteriores, he llamado “amistad cívica”, cumpliendo todos –primero las instituciones, luego los cuerpos intermedios y las personas individuales– el propio deber. Esta es una palabra en desuso en la mentalidad dominante, aunque todas las Constituciones de los estados modernos y democráticos la incluyen, poniéndola al lado de los derechos, palabra esta, en cambio, tan recurrente que casi cae en el abuso. Todos debemos poner en juego nuestra responsabilidad, de una forma directa y juntos.

También es necesario que las instituciones –ayuntamientos y regiones a nivel local, pero también el Estado a nivel nacional– escuchen, valoren y elaboren nuevas políticas adecuadas para la vivienda.

En el ejercicio de esta responsabilidad la Iglesia, como otros sujetos sociales, está en primera línea. Hace mucho, y hará, si es posible, aún más.

“No temas, no dejes caer los brazos”, dice el Señor a su pueblo mediante el profeta Sofonías. El Dios que se hace niño suscita una esperanza confiada para todo hombre, sobre todo para los más probados. Permanecer unidos y solidarios, vencer la tentación de la violencia, elegir cada día el bien es una empresa ardua, sin duda, pero posible.

Publicado en Il Sole 24ore

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