La alegría de vivir, por Pablo Picasso

Cultura · Elena Simón
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14 octubre 2011
Pablo Picasso y su etapa rosa, una de las más aplaudidas del creativo y longevo pintor, ha aterrizado en Madrid, en el Museo del Prado, con un delicioso cuadro conocido como La acróbata de la bola (1905). Procedente del Museo Pushkin de Moscú esta obra invitada está patrocinada por la Fundación de Amigos del Museo del Prado hasta el 18 de diciembre

Tenía el pintor veinticinco años y ya se había instalado definitivamente en París, en el Bateau-Lavoir de Montmartre, enamorado de Fernanda Olivier, cuando frecuentaba el Circo Medrano cercano a su casa,  admirando la belleza plástica de aquellas familias de acróbatas que le impactaban tanto plásticamente como por la dureza de su profesión errante.

Picasso eutilizó un lienzo anterior con el retrato del también pintor Iturrino y lo cubrió con  colores pastel de gamas cálidas rosadas predominantes, que darán nombre a este periodo, que empieza en 1905  tras la serie azul, y que en 1907 concluyó con la novedad del experimento cubista, la más radical de las innovaciones del siglo XX, ventana abierta al arte moderno.

En La acróbata de la bola un dibujo esencial contornea las figuras, para luego aplicar una estructura diagonal -en expresión de movimiento- que nos dirige desde el primer plano contundente del muchacho hacia la niña y más allá al pictórico paisaje.

El primer plano es un cubo pétreo y anguloso con el reflexivo gimnasta de rostro cuadrangular y expresión perdida, sentado sobre esta piedra, tan dura como su profesión. La camiseta sólo es un toque lineal y  luego el manchado rosa de la espalda, como hiciera  El Greco en los centuriones de  la Resurrección del Prado que Picasso conocía, pretexto cromático para hacer ver  la perfección en el tratamiento de cuerpo humano desde la escultura griega, medida de maestría tanto para el Renacimiento como para Picasso.

La niña es la alegría de vivir. De contornos sinuosos hace equilibrios sobre la pelota, y es la gracilidad misma. Con veladuras de color sobre su cuerpecito, levanta los brazos en su ejercicio circense, pero también en acción de gracias. El Greco está nuevamente presente, pues este pintor,  provocador y extravagante en su siglo, estaba muy de moda en París desde finales de los 80, y era muy admirado por Picasso en su apuesta  colorista, rápidos contornos,  forzados contrapostos,  y una gesticulación provocadora con brazos y manos. No hemos conocido artista con un canibalismo pictórico mayor que Picasso, El Greco, Velázquez, Zurbarán, Goya, Manet, Toulouse-Lautrec, Courbet… hasta treinta pintores podríamos citar que fueron retomados por este genio que creaba con la conciencia permanente de que sólo podía ser él mismo abriéndose  a la novedad de otros grandes.

Y por fin el paisaje árido, en tintas cálidas, rosadas, violáceas, con una minimalista y encantadora escena familiar, perro incluido, que dándonos la espalda contemplan el blanco caballo que come. Desde este año de 1905 Picasso estaba concibiendo grandes composiciones con caballos y muchachos sobre paisajes de este tipo.

La plasticidad pura era su búsqueda. Sin embargo su íntimo amigo el literato francés Guillaume Apollinaire alababa esta pintura y veía en ella una danza estelar que expresaba la resplandeciente armonía del Cosmos.

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