Kirchner contra la prensa

Mundo · Horacio Morel (Buenos Aires)
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17 septiembre 2009
Los más distraídos o inocentes pueden pensar que el Gobierno de Cristina de Kirchner -que no introduce cambios sustanciales en sus alineamientos políticos y que convocó a un diálogo con la oposición que no superó el mero formalismo- no tomó debida nota de su reciente derrota electoral. Pero no es así.

Muy por el contrario, y precisamente por su rotundo fracaso en las urnas, decidió embestir contra quien identifica como el padre de todos sus males -el Grupo Clarín– antes de perder a partir de diciembre la mayoría parlamentaria, ya maltrecha por el éxodo de legisladores otrora adeptos a raíz del conflicto con el campo que mantuvo en vilo al país durante un año entero, aditándole a la crisis internacional un innecesario componente local.

El adelanto de las elecciones dejó como saldo, en efecto, un reacomodamiento de fuerzas en el Congreso por el cual el oficialismo ya no tendrá quórum ni mayoría asegurados; y también un peligrosísimo período institucional de seis meses hasta el recambio parlamentario en el que el Gobierno está decidido a utilizar su agonizante superioridad legislativa para conseguir sus objetivos, cada vez más alejados del bien común de los argentinos y más cercanos a los intereses estrictamente personales (o familiares) del matrimonio presidencial y su selecto grupo íntimo. Es el estilo de los Kirchner: gobernar es -para ellos- profundizar los conflictos antes que solucionarlos con el único objetivo de acumular más y más poder. A esta altura de los acontecimientos, intentar descifrar alguna sutil diferencia entre "él" y "ella" es un cuento para niños (de los tontos).

Con evidente ánimo de venganza, puesto que durante la campaña electoral el oficialismo dedicó todas sus tribunas públicas a debatir con Clarín ("el gran diario argentino" según publicidad histórica propia del medio) y no con la oposición (que por cierto en la Argentina, sea del signo que sea, siempre encuentra enormes dificultades para constituirse en verdadera alternativa política, confiable, seria y consistente), el Gobierno envió al Congreso un proyecto de ley de medios.

Se trata de un extenso proyecto de ley que intenta reemplazar a la ley vigente, que data de la época de la última (la última, no la más reciente) dictadura militar (1976-1983), que como se sabe instauró el terrorismo de Estado para violar sistemáticamente los derechos humanos y saquear la economía nacional. El proyecto revela el deliberado ánimo del Gobierno de controlar los medios audiovisuales, particularmente en la creación de un organismo federal con extendidas facultades cuya composición se asegura con la designación de cinco miembros de su comisión a cargo del Poder Ejecutivo Nacional sobre un total de siete, y en una serie de normas que confieren a ésta una gran discrecionalidad para decidir sobre otorgamiento y/o renovación de licencias.

En cambio, el proyecto introduce algunas novedades que podrían admitirse como auspiciosas, como puede ser la creación de la figura del "Defensor del Público" (una suerte de ombudsman de los medios) cuyas figuras paralelas en el ordenamiento argentino, aún designado por el poder político, ha dado lugar a ejemplos puntuales de independencia institucional (el Defensor del Pueblo de la Nación); o por ejemplo, en materia de limitación publicitaria, puesto que actualmente se verifican graves abusos que, por caso, muchas veces desorientan respecto de si uno está mirando un canal abierto o de cable; o así también en lo que se refiere a distribución de ingresos fiscales de la actividad mediática, destinados en buena parte del proyecto a la promoción del cine y del teatro nacional.

El proyecto avanza también sobre los contenidos, fundamentalmente al regular un porcentaje de espacio para los de origen regional o aborigen, aunque cabe aquí preguntarse si aun siendo legítimo el objetivo se puede impulsar desde el Estado lo que ningún sujeto social crea: se trata de una discusión de fondo sobre la subsidiariedad que aún la sociedad argentina no se ha decidido a debatir. En nuestra Carta Magna existe un artículo que integra las llamadas "garantías constitucionales" que dice que "nadie está obligado a hacer lo que la ley no manda, ni privado de hacer lo que ella no prohíbe", y sin embargo, sufrimos de un legalismo y de un estatismo -más paralizante que asfixiante- que son causa de la insuficiencia de iniciativas y de participación de la sociedad civil.

Pero el meollo del asunto está en otra parte del proyecto: se trata de aquellas disposiciones por las cuales se limita la participación de empresas extranjeras en los medios, por una parte, y la concentración monopólica (o cuasi monopólica) de los mismos, por otra.

Es verdad que el Grupo Clarín marca el ritmo y la frecuencia de las noticias en la Argentina. Está omnipresente en el periódico que lleva su nombre, en el de distribución gratuita en el subterráneo, en la TV abierta, en la TV por cable y en las radios. Por cierto que existen otros medios, pero ninguno es tan potente ni influye tanto en la opinión pública como Clarín. Y también es cierto que la calidad de sus informaciones deja mucho que desear, por no referirse lisa y llanamente a investigaciones periodísticas de dudoso origen o desarrollo que han destrozado a personajes de todo calibre, buenos y malos, y entre ellos, buenos o malos capaces de buenas obras como el Padre Grassi, con las que el principio de inocencia se reemplazó por el de culpabilidad, como lo demuestran tantos procesos judiciales en los que no se pudo jamás acreditar lo que el "Telenoche investiga" daba por cierto.

Con el proyecto ya aprobado como ley, el Grupo Clarín tendrá que desarticularse como tal, y habrá que ver si el alcance de esta "lucha contra el monopolio" según el Gobierno es material o meramente jurídica.

Como se trata de una disputa de intereses, y no del interés común del pueblo, el Gobierno "mostró la hilacha" al incluir unos sospechosos artículos en el proyecto de ley por los cuales las empresas licenciatarias de telecomunicaciones podrían adquirir o ser parte de medios. Inmediatamente entró a circular la versión de que el matrimonio presidencial, a través de terceros obviamente, habría adquirido participación accionaria en una de ellas. La creciente versión obligó a la presidenta a enviar una enmienda del proyecto al Congreso eliminando esos curiosos artículos, por presión de legisladores indecisos u oportunistas en negociaciones con el Gobierno a cambio de su voto favorable al proyecto.

Quedan los siempre presentes "efectos colaterales". Al embestir contra Clarín, el Gobierno se lleva puestas iniciativas originales nacidas no de grupos empresarios, sino de ciudadanos libres y creativos que, por ejemplo, han dado vida a una cadena radial en el interior del país, con casi nula presencia en Buenos Aires, pero con cobertura desde Tartagal (en la frontera con Bolivia) hasta el extremo sur de la Patagonia. Este tipo de realidades vivas, que tan lejos están de conformar un monopolio, se verán invariablemente afectadas ahora que el proyecto ha progresado en el Congreso.

El Gobierno quiere tomarse revancha de Clarín y, conforme su idolatría del poder, buscará hacerse a través de sus amigos empresarios (de ésos nuevos que irrumpen con cada nuevo gobierno) de una cierta cantidad de medios para su proyecto político, que no se tambalea pese al revés electoral. La presidenta se ha defendido ante los cuestionamientos afirmando que "libertad de prensa no es libertad de propiedad de medios de prensa". La sutileza presidencial no hace más que confirmar que se trata de libertad, un bien por el que en estos días, y en los venideros, corremos un serio riesgo de desabastecimiento los argentinos.

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