Kiev visita Roma: sostener la esperanza y aclarar malentendidos

Mundo · José Luis Restán
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24 febrero 2015
Los obispos de Ucrania han estado en Roma para la preceptiva Visita ad Límina, y allí han mantenido un esperado encuentro con el Papa Francisco. Más aún, un encuentro anhelado, porque llegan desde un país acosado, herido y humillado, y porque en los días previos había cundido el desasosiego en las comunidades católicas ante las noticias de una supuesta “equidistancia” de la Santa Sede en el actual conflicto, ante lo que algunos han sentido (y así se ha manifestado) como una suerte de “abandono”. El asunto es serio y no conviene andarse por las ramas.

Los obispos de Ucrania han estado en Roma para la preceptiva Visita ad Límina, y allí han mantenido un esperado encuentro con el Papa Francisco. Más aún, un encuentro anhelado, porque llegan desde un país acosado, herido y humillado, y porque en los días previos había cundido el desasosiego en las comunidades católicas ante las noticias de una supuesta “equidistancia” de la Santa Sede en el actual conflicto, ante lo que algunos han sentido (y así se ha manifestado) como una suerte de “abandono”. El asunto es serio y no conviene andarse por las ramas.

Ucrania es una nación singular por muchas cosas. Su propio nombre indica que es tierra de frontera, auténtica costura entre el este y el oeste de Europa, entre la cultura de matriz eslava y la que se enraíza en el viejo Imperio austro-húngaro, entre la tradición cristiana oriental y la latina. Tras la caída del comunismo se hizo realidad la independencia, pero el país siguió en la órbita de influencia rusa. En Ucrania no tuvo lugar una transición a las libertades como las que tuvieron lugar en Polonia, Chequia o Hungría, sino que los viejos hábitos soviéticos siguieron dominando las nuevas instituciones. El deseo de una “vida en la verdad” generó los acontecimientos de la Plaza Maidán, e hizo que la mayoría de la sociedad mirase a Europa como un faro para su ansiada travesía. Demasiada esperanza pusieron en nosotros, pero esa es otra historia.

La caída de Yanukovich y la decisión de las nuevas autoridades de Kiev (ampliamente respaldadas en unas elecciones que todo el mundo ha reconocido menos Moscú) movieron a Vladimir Putin a diseñar una estrategia para poner bajo control ruso las regiones orientales de Ucrania. La guerra, no declarada pero muy real, ha producido ya seis mil muertos y doce mil quinientos heridos, así como más de un millón de personas que han debido abandonar sus hogares. Las sanciones europeas y las presiones para que Putin respete la legalidad internacional, incluyendo por supuesto la soberanía e integridad de Ucrania, han sido estériles. Putin se ha enfundado las insignias de un nuevo zar y no piensa desalojar los territorios conquistados con un alto precio de sangre; tan sólo espera a decidir si ya es suficiente o la franja debe ampliarse.

Pero volvamos al inicio. Ucrania es para la Sede Apostólica un país muy especial. En su región más occidental vive una pequeña comunidad católica de rito latino con centro en Lvov (la antigua Leópolis), pero el nudo de la cuestión se sitúa en la dinámica Iglesia greco-católica cuya sede primada se encuentra en Kiev, y que reúne a más de cinco millones de fieles. Una Iglesia oriental hasta la médula pero fieramente unida al Sucesor de Pedro, una Iglesia mártir que durante siglos ha elegido el camino del sufrimiento por su fidelidad al Papa. Una Iglesia que soporta a un tiempo la ignorancia de los occidentales y el rechazo más amargo por parte de sus hermanos ortodoxos, que han acuñado el término despectivo “uniata” para describir a los fieles que han decidido vivir su tradición oriental sin renunciar a la comunión con el Papa. Durante el estalinismo esta Iglesia fue perseguida con enorme crueldad, descabezada y privada de sus bienes, condenada a las catacumbas… a veces bajo el silencio cómplice de las jerarquías ortodoxas que habían encontrado su “modus vivendi”.

Desde luego ha llovido mucho y no han faltado los gestos de reconciliación y de perdón recíproco. De hecho los acontecimientos de Maidán vieron juntos en la plaza a ortodoxos, latinos y greco-católicos. La unidad de la fe resistió aquellos primeros embates, pero la prolongación del conflicto ha hecho que surgieran grietas dolorosas. La situación se complica porque el Patriarcado de Moscú pretende que los ortodoxos ucranianos están bajo su influencia espiritual y moral. A día de hoy el Patriarca Kirill afronta una difícil encrucijada: comprende la necesidad de preservar la libertad de su Iglesia, pero resulta casi imposible no ceder a las pretensiones del nuevo estado ruso, que invoca los valores del cristianismo ortodoxo como base de su proyecto histórico. Aquí se inserta la dureza de los pronunciamientos de Kirill, focalizados en los greco-católicos ucranianos, que curiosamente constituyen una minoría. Y es que la mayoría de los ortodoxos ucranianos se han desligado del Patriarcado de Moscú y apoyan a las autoridades de Kiev, pero resulta más fácil atacar a los llamados “uniatas”, buscando compactar la tradicional antipatía de los ortodoxos.

La Santa Sede ha seguido con especial atención y cuidado todos los acontecimientos de Ucrania en el último año. Comprende que los católicos del país esperan del Papa una particular cercanía y protección, pero sabe también que está en juego el diálogo con Moscú, que en los últimos tiempos apuntaba signos de esperanza. La unidad de los cristianos es una meta por la que se desvelan todos los papas y Francisco ha relanzado con fuerza el camino con los ortodoxos, bien es verdad que frente a la calidez del Patriarcado de Constantinopla, Moscú sigue mostrando reticencia (a veces hielo) y en eso tiene mucho que ver la pujanza de los greco-católicos ucranianos.

La posición expresada por la Secretaría de Estado del Vaticano ha incidido en la necesidad de respetar la legalidad internacional, en buscar soluciones dialogadas y evitar el recurso a la violencia. En una apasionada intervención el Papa Francisco habló de “conflicto fratricida” y llamó la atención sobre el hecho de que estaba desarrollándose “una guerra entre cristianos”, con el consiguiente escándalo que ello conlleva. Ha sido precisamente esta intervención la que ha despertado desasosiego entre obispos y fieles en tierra ucraniana, en parte por un malentendido que era urgente deshacer. Y es que los ucranianos sostienen contra viento y marea que no estamos ante una guerra civil o un conflicto interno, sino ante la agresión de una potencia extranjera, Rusia. La referencia a un conflicto fratricida y la invitación del Papa a no valorar la cuestión en términos de “victoria o derrota” ha llegado a soliviantar los ánimos. Por eso el encuentro, cara a cara, de los obispos ucranianos con Francisco era urgente y decisivo.

El Papa les ha asegurado que en este periodo ha permanecido particularmente cercano a la población ucraniana golpeada por la violencia, “con la súplica al Señor para que conceda pronto la paz, y con el reclamo a todas las partes para que se apliquen los acuerdos alcanzados y se respete el principio de legalidad internacional… la Santa Sede está a vuestro lado, también ante las instancias internacionales, para hacer comprender vuestros derechos, vuestras preocupaciones y los justos valores evangélicos que os animan”. En otro momento de su intervención, Francisco insta a los obispos a que estimulen en sus comunidades “la búsqueda de la paz posible”, basada en el patrimonio de la tradición cristiana compartido por gran parte de la población.

A la salida de este encuentro, el Arzobispo Mayor de la Iglesia greco-católica, Svjatoslav Shevchuk, quiso subrayar ante los medios la acogida y disponibilidad del Papa, pero no ocultó que los obispos le habían informado con crudeza de la situación, subrayando que está en curso una agresión violenta, que además pone en riesgo la libertad religiosa en Crimea y Donetsk, las regiones que ya han caído bajo control ruso. Además reveló que han pedido a Francisco que visite Ucrania, algo que parece difícil en las actuales circunstancias, pero que “sería verdaderamente un gesto profético”. Para despejar cualquier duda, Shevchuk explicó que los obispos “se habían sentido animados y confirmados porque hemos tomado la decisión correcta: estar al lado de nuestro pueblo, escuchar atentamente la voz de nuestro pueblo”.

El Arzobispo Mayor ha confiado al Papa que “en Ucrania tenemos un tesoro inmenso que debe ser defendido: la paz religiosa. En estas condiciones dramáticas entre las diferentes confesiones (ortodoxas, católicas y protestantes), en Ucrania tenemos una solidaridad, un ecumenismo práctico, porque todos estamos haciendo lo mismo: estamos salvando vidas humanas”. Un aspecto que Francisco recogió con calor en su discurso, porque sin duda se trata de uno de los bienes más preciosos a conservar en esta dramática coyuntura.

A su regreso al país, los obispos de Ucrania han podido ofrecer a sus fieles la bendición y la confirmación de Pedro, disolviendo nieblas nefastas. Mientras, en Moscú, escrutan con lupa los discursos. La situación (con su inevitable dimensión confesional) va a exigir sabiduría evangélica, realismo y prudencia, porque el escenario sigue siendo inflamable.

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