K. vence con flores
“De pronto me he dado cuenta de que no tenía miedo, ¿por qué tenía que tener miedo? Puedo decir lo que pienso y lo que siento”. Estas fueron las declaraciones de K., nombre ficticio de uno de los miles de seguidores de Navalny, un seguidor anónimo, que se congregó en torno a la Iglesia de la Madre de Dios en el barrio de Maryino para darle el último adiós al disidente. K. se sorprendió a sí misma por no haber quedado paralizada por las amenazas. Madrugó y cogió el ramo de flores que había comprado horas antes. Los escondió entre sus ropas para no despertar sospechas. Las flores son delictivas en la Rusia de Putin si se utilizan para rendir homenaje a alguien como Navalny.
K., en una madrugada gélida, de pie, sobre la nieve, estuvo esperando durante horas a que apareciera el cortejo fúnebre. Todo el barrio estaba tomado por la policía. En el cielo volaban drones para evitar que la protesta se descontrolase. Después de K. llegó mucha más gente y formó una cola de un kilómetro. Las autoridades habían hecho todo lo posible para evitar el homenaje póstumo, para evitar las oraciones por su eterno descanso. Su madre tuvo que luchar durante días por la recuperación del cuerpo de Alexei.
K. había escuchado las amenazas de Dimitri Peskov. El portavoz de Putin había advertido que quienes participasen en las concentraciones «no autorizadas» podían estar cometiendo un delito. Desde que comenzó la guerra las autoridades han detenido a más de 20.000 personas por haberse opuesto a la invasión de Ucrania.
K. había escuchado durante años la propaganda del régimen. Y no tenía, en principio, grandes críticas que hacerle al sentimiento de exaltación nacional que desde hace años alimentaba Putin. Quizás ni siquiera sintiera una repugnancia especial hacia Putin. Quizás le parecía bien que se hablara de la Gran Rusia, de su gran historia, de las ofensas de Occidente, de la falta de respeto de los europeos, de las amenazas de la OTAN. K. no era ni es una gran ideóloga, ni una mujer con una especial sensibilidad política.
Pero en cierto momento difícil de precisar algo se abrió en el muro de propaganda que separaba a K. de la realidad. Era solo una intuición, un presentimiento, una brisa incómoda y al mismo tiempo prometedora. Fueron quizás las pocas noticias auténticas que empezaron a llegar sobre la guerra las que la despertaron. No era justo. Y empezó a darse cuenta de que estaba viviendo con miedo. Y empezó a darse cuenta de que, casi sin darse cuenta, había aceptado vivir en la mentira. Pero fueron esas escasas noticias las que le abrieron los ojos. No era justo vivir así, no era justo morir como estaban muriendo los jóvenes soldados. Probablemente K. fue a hablar con el párroco de la iglesia más cercana a casa. K. no es muy religiosa pero buscaba alguien que confirmase o desmintiese sus intuiciones. Y el párroco le habló de la necesidad de preservar la unidad de la gran nación Rusa, de no echar a perder una historia gloriosa. Y a K. esa conversación le sirvió de ayuda porque todo en ella se rebeló contra las palabras del párroco.
La rebelión contra unas palabras que solo le hablaban de política, de mala política, y no de la vida le confirmaron todo lo que sentía y vivía. Y entonces, o quizás antes, o quizás después, empezó a ver los videos de Navalny y a escuchar lo que decía Navalny. Y esas sí que eran palabras con las que se podía vivir, cuando por ejemplo decía, “el odio es lo más importante que hay que vencer en prisión”, o cuando decía “yo no tengo miedo no lo tengáis vosotros”. Y a K. le dijeron que la gente que estaba con Navalny eran unos extremistas y unos ateos. Pero K. ya sabía de primera mano quién era Navalny, no necesitaba “interpretes”. Y por eso K. compró el ramo de flores. Si no hubiese comprado las flores, si no hubiese esperado horas sobre la nieve, si no hubiese rezado delante de todos por el descanso eterno de Alexei no hubiera podido conquistar un espacio de libertad, vencer al miedo.
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