Justicia y política: un acercamiento a partir del pensamiento social cristiano

Cultura · Massimo Borghesi
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31 marzo 2009
San Agustín escribe La Ciudad de Dios, después del año 410dC, cuando Roma, la gran Roma, fue invadida por los bárbaros y los paganos acusaron a los cristianos de esta invasión. Durante mil años las murallas de Roma habían permanecido invioladas y ahora, siendo mitad cristiana, había sido invadida por el enemigo. Entonces los paganos gritaban: "Vean, Roma ha abandonado a sus dioses y éste es el castigo", lo cual era una acusación terrible de la que los cristianos tenían que defenderse.

Agustín responde de diversas maneras, pero el sentido fundamental de su obra es la división de la ciudad antigua. El mundo político antiguo queda dividido. Las ciudades son dos: la ciudad de Dios y la ciudad del mundo. El cristianismo separa el reino del César del reino de Cristo. No es que los oponga: César no es el mal. Puede llegar a serlo, pero también puede ser instrumento de justicia, así como en el Antiguo Testamento Ciro el Grande, el emperador de Persia, había sido un instrumento de Dios para los judíos. Por lo tanto Agustín no opone: Cristo y el César -esto sería maniqueísmo, equivaldría a decir que el reino de César es un reino perverso- sino que los distingue.

No los opone a pesar de trescientos años de persecuciones. En ese momento era fácil identificar Roma con Babilonia, sin embargo Agustín no lo hace. Roma ha sido grande en su gloria y precisamente esta búsqueda de la gloria debe ser un ejemplo para los cristianos, porque los paganos están dispuestos a todo para alcanzar la gloria, están dispuestos a cualquier sacrificio. Y si los paganos se sacrifican tanto por el mundo, cuánto más los cristianos deben sacrificarse por la ciudad de Dios. Para Agustín el Imperio es la justicia, vale decir el orden. Es el orden que surge de la injusticia, de las guerras que Roma ha llevado a cabo contra los pueblos que luego fueron sometidos. Pero la justicia de la ciudad humana tiene frente a sí otra justicia, la de la ciudad de Dios.

Por lo tanto para Agustín hay dos justicias que nacen de dos tipos de amores. El primero es el amor de sí mismo incluso hasta el desprecio de Dios, es el amor a la gloria que, por alcanzarla, los hombres están dispuestos a todo. El segundo es el amor de Dios, que llega hasta dar todo de sí mismo. En el primer caso la ciudad, la civitas, funda sus divinidades, es una religión política. En el mundo antiguo la divinidad más importante es la que consagra el poder de la ciudad o del Imperio. En Roma el templo más grande estaba dedicado a Roma, a la diosa Roma, y estaba ubicado frente al Coliseo. En Atenas se veneraba a Atenea. La ciudad funda sus dioses.

En cambio, en la Ciudad de Dios es Dios quien funda su ciudad, el que crea su pueblo. No es el pueblo el que crea a su dios ni la divinidad que pueda vencer al enemigo en la batalla. El cristianismo divide el cuerpo teológico político. Agustín no admite una teología política, tal como afirmó Erik Peterson, el gran autor del 900, y como Ratzinger confirma siguiendo a Peterson. El cristianismo seculariza la política antigua. En la concepción antigua el poder es sagrado, sus lugares y figuras son sagrados. Porque sacer, sacro, es lo que consolida el poder, es la fuente del poder. El Dios de los ejércitos que triunfa en la batalla, el intermediario del dios, que es el faraón, el emperador, la divinidad de la polis, de la ciudad. En definitiva, la religión es una religión política. Política en su esencia.

Pero es una religión política que no se ocupa del pueblo, de la sociedad. La religión política es sólo culto, y culto quiere decir sacrificio. La religión antigua se funda en el sacrificio, en la víctima inmolada a los dioses. Pero fuera del culto no existe. No es vida de comunión o de caridad. Los pobres, los enfermos, las viudas, los huérfanos, no tienen nada que ver con la religión, a diferencia de Israel cuyo Dios, el Dios del Antiguo Testamento, se ocupa de los huérfanos y de las viudas.

El cristianismo convierte al Imperio Romano gracias a la caridad. Éste es un dato enorme. Nosotros ya no reflexionamos sobre lo que sucedió. Un pequeño grupo de hombres provenientes de un pequeño pueblo de la periferia del Imperio, que en tres siglos logró convertir todo el Imperio Romano. Es decir, logró convertir una realidad en la cual la religión pagana estaba íntimamente vinculada con el poder.

¿Cómo pudo ocurrir algo así? Dos grandes estudiosos del 900, un inglés y un alemán, Nolte y Nestle, ambos no cristianos, es más, ambos filopaganos, se plantearon precisamente este interrogante: ¿cómo es posible que una cultura tan elevada, tan grande como la del paganismo antiguo, haya sido cambiada en tres siglos por hombres que en su mayoría ni siquiera tenían una gran cultura? Ambos reconocen que los cristianos tenían algo que no tenían los paganos: el ágape, una forma de amor desconocida. Como decía un autor griego de esa época, Luciano de Samosata, sumamente crítico con respecto a los cristianos: "cuando alguno de ellos sufre una necesidad, todos corren y se hacen uno para socorrerlo".

Es tan fuerte la impresión que produce la caridad que Juliano el Apóstata, el emperador que pretendió retornar al paganismo después de Constantino, se da cuenta de que incluso los sacerdotes paganos tenían que, en cierto modo, absorber la novedad cristiana. Escribe cartas a los sacerdotes de los templos paganos pidiéndoles que se ocupen de los pobres y de las viudas. Es decir, que el paganismo tiene que cristianizarse para poder oponerse al cristianismo.

Esto es muy importante porque demuestra la fascinación que ejercía la religión cristiana en el pueblo. Es la misma razón por la cual actualmente en la India muchos cristianos son perseguidos por los hindúes fundamentalistas, porque los cristianos son los únicos que se ocupan de los parias, de la última casta, de los desgraciados que, desde el punto de vista de la religión hindú, son objeto de contaminación, es decir, que no pueden ser tocados, son los intocables, los impuros. Es precisamente el consenso que tiene el cristianismo en los últimos de la tierra lo que desencadena contra ellos el odio y el resentimiento. 

Un criterio de justicia

La Iglesia introduce en el mundo un criterio de justicia que modifica profundamente el mundo antiguo. Este criterio ha sido dado por Dios, por el Hijo de Dios que se rebaja hasta la figura de siervo, como muestra el ejemplo del lavatorio de los pies. Y lo hace por amor a los hombres. Como dice Pablo en la Carta a los Filipenses, se humilló asumiendo la forma de siervo. Si él, el Maestro, se hizo siervo, entonces ya no hay más ni esclavo ni hombre libre, como dice la Carta a los Romanos. Así como ya no hay ni judío ni griego, ni hombre ni mujer. Vale decir que el cristianismo transforma y supera las grandes divisiones del mundo antiguo, las grandes divisiones que siempre retornan, incluso en el mundo moderno.

Pero no abolió de golpe la esclavitud, sino que el señor se hace amigo del siervo, por lo cual la relación ya no es más entre el siervo y el patrón, como muestra la estupenda Carta a Filemón de Pablo. Esto revoluciona el horizonte ético-religioso de la antigüedad, porque toda la ley ético-religiosa de la antigüedad se basa en el principio de que el igual ama a su igual, lo semejante ama a lo semejante, y eso significa que Dios no puede amar a alguien que es inferior a Él. A nosotros nos resulta casi normal decir que Dios ama. En la concepción antigua Dios no ama. Dios se ama a sí mismo, pero no puede amar a los hombres, a seres inferiores a Él, por lo menos en la filosofía y el pensamiento antiguos, y en consecuencia el señor no puede amar al siervo. El cristianismo revoluciona esta concepción jerárquica.

La atención a las necesidades es una constante de la Iglesia a lo largo de los siglos. Cito velozmente algunos ejemplos. En el siglo V la figura de Martín de Tours se propone a los pueblos germanos como ejemplo de lo que debe ser un noble. Martín de Tours es aquel que viendo a un pobre que sufre frío corta en dos su capa para darle la mitad, lo que para la mentalidad de la nobleza germánica era absolutamente inconcebible. Es evidente que a través de la figura de Martín de Tours se proponía un modelo diferente para la relación entre las clases sociales, entre los nobles y los siervos. Otro ejemplo es la creación de los hospitales. En la antigüedad no existían los hospitales. El hospital es una creación del mundo cristiano, un lugar donde pudieran acudir los enfermos, sobre todo los enfermos pobres, porque los médicos atendían a los ricos en su casa. Alrededor del mil cuatrocientos, se crean los Montes de Piedad, gracias a los cuales las personas que caían en la miseria podían recibir ayuda económica. Detrás de los Montes de Piedad están los franciscanos, es una obra de ellos. En el mil quinientos, se fundan las confraternidades de laicos, uno de cuyos objetivos era socorrer a sus miembros y a las familias de sus miembros. También menciono el gran capítulo de la defensa de los indios -del cual nace el tema de los derechos humanos- desde el gran defensor de los indios, Bartolomé de las Casas, hasta la escuela de Salamanca de los dominicos y las reducciones de los jesuitas en América Latina.

En el mil setecientos se produjo una gran crisis y los movimientos de caridad parecen perder el impulso originario, sin embargo resurgen con nuevo ímpetu en la segunda mitad del mil ochocientos. En Italia, el Cottolengo recoge los niños deformes, los desgraciados, los que nadie quiere. Don Bosco funda las escuelas para los pobres, escuelas que preparan para trabajar, para adquirir una profesión.

Cuando León XIII publica la encíclica Rerum Novarum hacia fines del mil ochocientos, una serie de iniciativas sociales ya están muy presentes en Italia, en Francia, en Bélgica. La Iglesia da forma a una Doctrina Social que es una sistematización de la caridad en el terreno de la política y de la historia. De la Rerum Novarum nacerán luego las Democracias Cristianas, los partidos políticos de los católicos en el mil novecientos, los sindicatos, las organizaciones de trabajadores católicos. Posteriormente los Papas van actualizando la Doctrina Social a los nuevos tiempos: Pio XI con la Cuadragesimo Anno; Juan XXIII con la Mater et Magistra; Pablo VI con la Populorum Progressio y Juan Pablo II con la Laborem Excercens y la Centesimus Annus.

La Doctrina Social de la Iglesia presupone la distinción moderna entre Sociedad y Estado, rechazando al mismo tiempo el estatismo y el "liberismo" moderno. El "liberismo" es la doctrina según la cual el mercado es absoluto. ¿En qué consiste la justicia? En la justa relación entre el Estado y la Sociedad. ¿Cuál es la justa relación? Aquella que se funda en un orden justo que es capaz de promover la paz entre las partes.

La paz para Agustín es el punto de encuentro entre las dos ciudades, la Ciudad de Dios y la Ciudad del mundo, porque la paz es necesaria tanto para la sociedad humana como para la Iglesia. Y la paz se funda en la justicia, por lo tanto el Estado no debe sustituir la sociedad sino que debe regularla de manera tal que el conjunto alcance una y otra vez un punto de equilibrio, atenuando las diferencias. La injusticia es el conflicto, conflicto que nace de la radicalización de las diferencias. La política debe atenuar el contraste corrigiendo la dinámica de los intereses egoístas. 

Primera aclaración: Al hacer esto la política debe evitar la tentación de perseguir un objetivo absoluto, es decir, debe evitar la tentación de la perfección. Porque de la tentación de la perfección nace la utopía y los modelos totalitarios. Nace el totalitarismo del bien. Esto es válido no sólo para la política, sino también para el mercado. La economía tampoco puede tener la pretensión de construir el mundo perfecto. También es válido para la Iglesia, porque como decía Ratzinger, a la Iglesia tampoco le ha sido dada la perfección del Reino en esta tierra. La justicia se lleva a la práctica día a día por medio de intentos imperfectos, que a medida que cambian las situaciones hay que volver a pensarlos.

Si revisamos el cuadro de los últimos cuarenta años desde esta perspectiva, con especial referencia a Europa, podemos observar que la caída de las utopías ha prevalecido por sobre la justicia: los años setenta fueron los años del comunismo, de una concepción según la cual la política era total y suprimía la sociedad, mientras los ochenta y noventa fueron los años de la globalización, en los cuales la sociedad, o mejor dicho el mercado, pretendió prescindir de la política. Política y mercado, como una especie de péndulo, se alternaron absolutizándose a sí mismos como "el bien".

Desde el punto de vista de la diferencia agustiniana entre las dos ciudades, o del realismo agustiniano, podemos decir que la política no es de por sí el bien. Puede ser algo bueno, pero de por sí no es automáticamente el bien. El mercado no es de por sí automáticamente el bien. El bien relativo emerge en realidad en los momentos de crisis cuando se vuelve a la realidad. Por eso hoy, después de la crisis del sistema financiero norteamericano, ha desaparecido la globalización como mito. La globalización trajo cosas buenas y trajo muchas otras cosas que no son buenas. Hoy todos dicen que la justa intervención del Estado en la economía es algo necesario, y lo dicen incluso los "liberalistas" más acérrimos. Justicia en este caso es el Estado que acepta la autonomía del mercado, regulándolo. Entonces se produce un retorno a la economía real respecto de la economía financiera y especulativa. Esto corresponde a la Doctrina Social de la Iglesia, es decir, al principio de la subsidiariedad, el cual afirma que el Estado no debe intervenir cuando la sociedad es capaz de organizarse por sí misma, sosteniendo al mismo tiempo que lo debe hacer cuando la sociedad no es capaz de lograrlo.

Segunda aclaración: ¿Cuáles son las condiciones que hoy hacen practicable la justicia? Hoy se habla mucho de crisis de valores. Es verdad, los jóvenes en Europa son escépticos y la droga cosecha cada vez más víctimas. La caída del comunismo significó para millones de personas el ocaso de todas las esperanzas. Pero al mismo tiempo hay una renovada atención por la dimensión religiosa. Esto no significa que hoy las personas se conviertan, pero ha perdido valor el prejuicio anticristiano. Mientras el marxismo fue fuerte, la cultura estuvo marcada por la idea de que el Cristianismo era una cuestión premoderna, que hoy no era posible ser cristiano, porque la religiosidad era una prerrogativa del hombre precientífico. Hoy este prejuicio ya no es real para los jóvenes. En este sentido el fin del marxismo abre realmente nuevas posibilidades para el redescubrimiento de la dimensión religiosa. El dualismo agustiniano hoy se puede ver en hechos concretos, en el deseo de una dimensión extrapolítica de significado.

La justicia necesita modelos de vida justa, que es la gran intuición del filósofo griego Aristóteles. Cuando Aristóteles se pregunta en su Ética qué es la justicia, no da una definición abstracta sino que señala al testigo: el testigo es aquel que muestra lo que es el bien y lo que es la vida justa. Uno llega a ser justo porque ve personas justas, en primer lugar en la propia familia o en la comunidad de algunos amigos, lo que significa que la justicia se aprende en los gestos concretos. En el cristianismo, fundamentalmente en la misericordia y en la atención a los que más lo necesitan.

Éste es un aspecto que hoy la política debe captar. Es un problema que tiene relación directa con la esencia de la democracia. La secularización convierte en algo formal el fundamento del Estado democrático, porque el Estado democrático vive de presupuestos pre-políticos. Por ejemplo vive del espíritu de solidaridad, de un acoger a los otros, de un sacrificio realizado para atenuar las diferencias sociales. Las democracias necesitan valores de solidaridad que hoy ya no son capaces de generar. 

Fundamentos de la democracia

Ése es el punto de partida del diálogo que se produjo en Europa entre el filósofo Jürgen Habermas y el Cardenal Ratzinger. La democracia no es solamente un sistema de reglas, es una orientación ideal hacia una sociedad libre y justa. Cuando quiere realizar ese objetivo por sí misma, se vuelve totalitaria. Sólo reconociendo dimensiones reales, experiencias de vida en la esfera social, pre-política, la democracia puede activar las dinámicas de solidaridad que son fundamentales para si misma. Esta reserva de sentido hoy está presente en su mayor parte en la experiencia cristiana. En un mundo donde prevalece la reducción de la vida a simple mercancía, donde se impone una concepción instrumental de la vida, el redescubrimiento de que el hombre es persona, no un objeto ni un esclavo, sino persona, sólo es posible a partir de la experiencia cristiana. Sin Cristo la ciudad sofoca, se encierra en sus modelos y en sus egoísmos.

San Benito es el inventor de los monasterios de Occidente. La vida monástica del siglo II en Egipto fue una experiencia de hombres solitarios, en cambio con Benito el monaquismo adquiere forma comunitaria. Este es el ejemplo que Benedicto XVI ofreció a los intelectuales en París recientemente. Con san Benito surge la Europa cristiana, son los monjes quienes le dieron forma a la Europa cristiana, es decir, a la fusión de los bárbaros con los romanos, y conservaron la cultura antigua transcribiendo los antiguos códigos y salvándolos de la destrucción de los bárbaros. De esta manera permitieron el encuentro entre el cristianismo y la romanidad. Evangelizaron a los bárbaros insertándolos en el catolicismo romano y les enseñaron el trabajo. Los bárbaros eran nobles germanos que despreciaban el trabajo manual, fueron los monjes quienes les enseñaron la organización del trabajo.

La vida monástica fue una revolución. Los monjes son intelectuales, lo cual contrasta con la concepción antigua donde el intelectual es siempre un hombre libre y de familia rica, se dedica al ocium, no al nec ocium, y por lo tanto desprecia el trabajo manual, que es un trabajo servil. Sin embargo para Benito la regla es "ora et labora", logrando de esta manera reunir la contemplación y la acción. Su ejemplo es Dios Padre, el Eterno Trabajador. Su ejemplo es Pablo, que en Roma trabaja para mantenerse y no ser un peso para la comunidad. Todo esto está enmarcado por un fuerte criterio de justicia. La comunidad es una comunidad solidaria y justa.

El modelo de Benito también hoy tiene validez, y también resulta interesante para nosotros por el replanteo que hace. Un gran filósofo norteamericano, MacIntayre, en un libro muy famoso que se titula Después de la virtud, después de haber hecho un análisis bastante pesimista del mundo contemporáneo termina diciendo precisamente que la esperanza puede nacer de pequeñas comunidades de hombres que hacen nuevamente presente la justicia y el bien dentro de este mundo, y que estas comunidades tendrían como modelo precisamente la comunidad benedictina. Benito o Trotzky, ésta era la alternativa -como ya saben Trotzky es uno de los líderes revolucionarios rusos que después murió en México, asesinado por un sicario de Stalin-. La pasión por el bien común surge en pequeñas comunidades que viven en su seno una práctica de solidaridad.

En una sociedad dividida entre los que trabajan para enriquecerse -sin preocuparse por la justicia ni por el pan que le quitan a los pobres- y los que no trabajan porque no son capaces, o porque viven como parásitos o porque no quieren, aquí se descubre el trabajo como servicio al prójimo, como conciencia de una obra. Y todo esto no tiene como finalidad transformar el mundo (ésta es la utopía), sino trabajar por una vida digna. En su discurso de París, Benedicto XVI dijo que los monjes no se proponían construir Europa, sino que buscaban a Dios. Pero buscando a Dios construyeron -sin querer- Europa. El cambio social es el resultado no previsto de un amor al prójimo, de una pasión ideal por lo humano, de un trabajo vivido como participación en la obra de Dios. Nosotros hoy tenemos necesidad de lugares de experiencia solidaria en los cuales se rinda honor al hombre, en los cuales se atribuya dignidad a la vida. Como Madre Teresa, que hizo dignos esos desechos humanos de Calcuta, a los intocables, en todos los sentidos, verdaderamente.

Éste es el punto de partida de una política justa: valorizar lo que es justo en la sociedad. El poder político debe ayudar a estas realidades. El Estado, el poder, el gobierno, las administraciones deben sostener estas obras de justicia. Éste es el principio de subsidiariedad, el criterio de la justicia. La política que hoy recupera el primer plano, que finalmente después de veinte años vuelve al primer plano, debe aprender la justicia de las experiencias justas que hay en la sociedad y las debe valorizar. A partir de aquí puede proponer modelos de justicia a toda la sociedad.  

Conferencia dictada en el Arzobispado Zárate-Campana, organizada por Centro Cultural Charles Peguy de Buenos Aires

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