Julen, los medios y la educación
En las últimas semanas las columnas de los periódicos se han llenado de juicios de valor sobre el comportamiento de los medios durante el rescate del pequeño Julen, en los que se sostienen posiciones discrepantes sobre el tratamiento que se ha dado a la noticia. Unos afirman que, en líneas generales, este tratamiento ha sido adecuado y razonable, mientras que otros consideran que la información se ha convertido en puro espectáculo. Resulta curiosa la transversalidad de las opiniones de los columnistas, que se han agrupado en posiciones contrarias sin atender a los criterios ideológicos que a menudo presiden sus textos.
Uno se pregunta por qué se da esta gran diferencia de percepción en un tema sobre el que no pesa el condicionamiento ideológico que habitualmente lastra la opinión pública. Y hablo de percepción porque el material con el que se han confeccionado estos juicios se reduce –inevitablemente– a impresiones. Estas opiniones no hacen referencia a estudios realizados sobre el tratamiento mediático de la noticia de Julen, en los que se establezca qué medios analizar, con qué metodología, y a qué criterios éticos apelar para juzgar los distintos comportamientos, o para llegar a una conclusión general.
De entrada, parece razonable hacerse preguntas previas sobre lo publicado del caso: ¿hablamos solo de lo que se ha visto en medios tradicionales o incluimos el último tuit descerebrado de nuestro timeline, o incluso el hoax que nos llega por whatsapp? ¿Nos limitamos a considerar el contenido de los informativos y de la prensa, o metemos en el saco a las tertulias con las que televisiones y radios llenan horas de programación a un coste asumible? La propia definición de medio de comunicación es, en la época de la sociedad red, una cuestión abierta.
En estas críticas a la prensa (curiosamente publicadas por los propios periódicos) resuena la antigua cuestión de la construcción de las noticias por parte de los medios de comunicación, y también las teorías pesimistas –que Umberto Eco llamaba “apocalípticas”– sobre la cultura y la incapacidad de los receptores de los mensajes de sustraerse a la influencia de los medios: Lippmann, Young, Lasswell, y otros, a los que se incorporan perspectivas más actuales que añaden como factor la irrupción de las nuevas tecnologías. Preocupaciones y simpatías de autores solventes como Bauman, Habermas o Castells, o de personajes dudosos como el anti-tecnológico Harari (una especie de Unabomber inconsecuente, pacífico y vegano).
Un término al que los articulistas con visión más crítica han recurrido es el de “bombardeo”: habríamos asistido a un exceso de información sobre la operación de rescate de Julen, narrada al minuto como si se tratara de un evento deportivo, cuyos huecos se habrían rellenado artificialmente con opiniones de expertos, a veces insulsas o poco relevantes. Esto habría generado una psicosis colectiva, con una sobreatención a la noticia por parte del público, pendiente en todo momento de la última hora de lo que estaba sucediendo. La conclusión implícita de esta crítica es que los medios habrían hecho caja con el dolor ajeno. Curiosamente, varios columnistas han echado mano de la misma referencia cultural, “El gran carnaval”. Con bastante mala fortuna, puesto que en la película de Billy Wilder el rescate de un accidentado en una cueva se va retrasando para poder mantener activo un show mediático que da beneficios a la población cercana. En nuestro caso, parece que nadie sensato esté cuestionando el impecable trabajo de los equipos de rescate.
Lo cierto es que sí hemos estado atentos, al minuto, a lo que sucedía. Y algunos, de buena fe, nos recuerdan la cantidad de niños que mueren a diario en circunstancias dramáticas en tantas partes del mundo. Pero ¿se puede demonizar que tantas personas esperaran que sucediera lo imposible, el milagro? ¿Es justo criticar una concepción de la dignidad humana que impulsa a un país a desear entregar a sus padres el cuerpo de su hijo, a cualquier precio y cuanto antes? No creo que estas ideas se hayan pergeñado en las mentes de los gatekeepers que deciden lo que vemos o no en el telediario, sino en el corazón y en la razón de los espectadores. Y, en cualquier caso, la agenda setting es inexorable: la alternativa a esta onmipresencia del rescate de Julen tal vez habría sido una sobredosis de detalles –posiblemente más morbosos– de la crisis de Podemos, de Venezuela o del Brexit. Los medios no muestran nunca espacios vacíos por ausencia de noticias.
Si uno analiza las portadas de los periódicos –el medio tradicional por excelencia– de las semanas del rescate, se puede hablar con objetividad de moderación en el tratamiento informativo del accidente del pequeño Julen. Puedo además afirmar que las dos cadenas de televisión en las que yo veo informativos se han movido también con prudencia. Lo que no quita que en otros medios (o en otros espacios de los mismos) puede haber existido mala praxis. Precisamente por ello, si tenemos sensación de haber asistido a un circo mediático, es esencial que nos preguntemos qué medios estamos siguiendo: qué periódicos, cadenas y qué programas vemos, y qué fiabilidad atribuimos al whatsapp que nos llega en el chat de grupo, o al tuit que da la versión originalísima sobre lo que está pasando, generalmente tan burda que no llega a la categoría de fake news. En el fondo, debemos preguntarnos qué entendemos por información y a quién permitimos la construcción de nuestra visión de la realidad.
Gregorio Luri dice que información y conocimiento no coinciden. De la problemática del acceso al conocimiento de otras décadas hemos pasado al drama de la selección de la información: ya no conoce la realidad quien accede a la información sino quien tiene capacidad y posibilidad de seleccionarla. Esto implica modificar nuestra actitud receptora, que debe incorporar razón, visión crítica, identificación del emisor, trabajo de selección, criterios para reconocer la información fiable, y uso del libre albedrío (ese que niegan Harari y los deterministas de nuevo y viejo cuño) para rechazar algunos inputs. No se trata de convertirnos en anacoretas digitales, retirados de todos aquellos canales donde la libertad permite la sana y, en ocasiones, ácida discrepancia, sino de saber dónde estamos, de dónde venimos y quién nos habla.
No hacer este trabajo personal nos deja como al hombre masa de Ortega y Gasset, peleles a merced de cualquier apretón mediático, potenciado ahora por redes sociales y big data. Este es, en definitiva, un grave problema educativo. Y no solo afecta a los jóvenes, sino a todos nosotros, adultos resabiados. A mi juicio, esta educación en la selección de información es uno de los principales retos de la escuela y de la sociedad en este inicio de siglo, y cabe preguntarse –como padres, alumnos, educadores y ciudadanos libres– qué pensamos hacer al respecto.