Jerry Brown, cuando (incluso) un católico dice sí al poder

Mundo · Federico Pichetto
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14 octubre 2015
“End of life option act”. Así se llama la ley con la que California ha regulado el suicidio asistido. Jerry Brown es el nombre del gobernador, demócrata, católico y ex seminarista, que ha firmado esa ley. Lo ha hecho después de días de silencio, en profundo diálogo con su conciencia y con varios amigos, médicos, sacerdotes, colaboradores.

“End of life option act”. Así se llama la ley con la que California ha regulado el suicidio asistido. Jerry Brown es el nombre del gobernador, demócrata, católico y ex seminarista, que ha firmado esa ley. Lo ha hecho después de días de silencio, en profundo diálogo con su conciencia y con varios amigos, médicos, sacerdotes, colaboradores. Ha explicado que entiende el suicidio asistido como una opción sensata para personas que se encuentran en condiciones desesperadas y difíciles, lo ha hecho en el contexto de la sociedad americana, que por mucho que nos esforcemos siempre será difícil de comprender para un europeo. Tierra de un individualismo desenfrenado de matriz protestante, los Estados Unidos no consiguen comprender el valor social de los fenómenos comunitarios y adoptaron hace tiempo un concepto de laicidad tan teísta –donde negar a Dios es una falta de respeto– como exclusivista, donde implicar la presencia de Dios en el juicio de la razón parece, a modo de oxímoron, irracional.

Pero de esa tierra nos llevan diariamente nuevos desafíos, nuevas preguntas, nuevas provocaciones sobre qué significa ser cristianos en la sociedad contemporánea, una sociedad donde todo se derrumba y donde las leyes laicistas, salvo una resistencia cada vez más débil, parecen destinadas a extenderse y dominar. La respuesta a esta cuestión no puede más que llegar de la realidad, de los hechos, y lo más real que hay en el mundo es precisamente la historia del Misterio encarnado, su vida que continúa en medio de los hombres. Mirar a Cristo, su modo de estar en el mundo, no resuelve el desafío cotidiano de la libertad, pero ofrece a todos un camino auténtico de identificación y de humildad.

1. Ante todo hay que decir que lo que mantenía en pie a Jesús era la relación con el Padre. La identidad de Cristo estaba totalmente determinada por este afecto, por esta pertenencia, que ponía ese vínculo por encima de cualquier otro, fuera cual fuera la circunstancia o hecho histórico en que su vida humana se viera inmersa. Jesús tenía un tesoro, Jesús tiene un tesoro. Esto es lo que lo hace ser siempre hombre verdadero: el hecho de que se apoya sobre una certeza afectiva que está más allá de los factores históricos y que le hace libre de la fascinación del poder, del placer y la complacencia. Jesús no se preocupa –dice san Pablo– de gustarse a sí mismo sino de ser obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz.

2. En este horizonte, la cruz, para Cristo, siempre implicaba dos elementos: el respeto supremo a la libertad del otro y la afirmación también suprema de su identidad. La cruz surgió en la historia justamente a causa de estos dos factores. No le habrían colgado en la cruz si hubiese querido violar la libertad de Pilato, no le habrían colgado en la cruz si hubiera cedido al proyecto lisonjero de Judas. La realidad y el corazón, es decir, la relación original con el Padre, eran sus dos grandes brújulas, sus dos grandes aliados. Frente a todo.

3. Los primeros cristianos tradujeron esta imponente experiencia en un juicio muy sencillo: el respeto a las instituciones romanas y el sentido de sus límites. Un ejemplo de todo esto lo tenemos en la Iglesia pre-constantiniana: Clemente Romano pide con fuerza rezar por el emperador y por el estado, no se opone a ello, pero Tertuliano –mucho antes de su periodo “rigorista” y “montanista”– no duda en invitar a sus hermanos a decir “no” a todo lo que el estado pedía de “pagano”, por ejemplo, a aquellos que participaban en el ejército. El límite que los cristianos pusieron al estado se sitúa por tanto en la línea de la idolatría: el estado es libre, puede hacer lo que crea con su poder legislativo, pero no puede obligar a un hombre a adorar a un dios que no sea el suyo. En definitiva, en la libertad religiosa encontraron el fundamento de toda objeción de conciencia que no implicara “cristianización de las estructuras”, sino testimonio público, evidente, de otro afecto, de otra consistencia, de otro Dios.

La objeción de conciencia nace precisamente del rechazo de los cristianos a toda idolatría. Los cristianos nunca se negaron a pagar impuestos, a participar en la vida social, militar y política del imperio, pero no adoraron a otros dioses, ni se adhirieron a prácticas ambiguas, equívocas, que les comprometieran. Hoy el poder, como el impulso y el consenso, nos auténticas divinidades que intentan invadir la conciencia de los hombres, pidiéndoles actos concretos de homenaje y fidelidad.

Justamente por esto, Jerry Brown debía haberse detenido. Aunque eso le hubiera costado el poder, aunque le hubiera costado la cárcel, no debía haber firmado. Podía no hacerlo y no debía. Exactamente igual que cada uno puede detenerse ante una carrera prometedora, ante un nuevo amor lleno de emociones después de una vida matrimonial triste y aburrida, ante la tentación de buscar y recibir los aplausos del mundo entero, si todo eso comporta ceder a la idolatría, alejar el corazón del corazón de Dios. Hay momentos en que sale a la luz lo que cada uno tiene como más querido y la realidad obliga a elegir. Jerry Brown no tenía la tarea de hacer de California un estado confesional, pero tenía la tarea –silenciosa, como la de los mártires de Tibhirine– de subir a la cruz, hasta el fondo, hasta decir ´Christianus sum´. En cambio, paradójicamente –como sucede con todos los que tienen miedo a morir moralmente ante sus ídolos– ha permitido la muerte física de otros, la muerte de inocentes.

A menudo, este es el precio que se paga cuando diariamente uno renuncia a morir: la muerte de aquellos que creemos salvar. Y eso sucede mucho más frecuentemente de lo que los periódicos y telediarios se atreven a contar.

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