Je suis le père Jacques Hamel
Lo que ha sucedido en Saint-Étienne du Rouvray no puede suscitar más que horror y también cólera ante tanto odio tan cobardemente cruel y estúpidamente suicida. Después de muchos atentados terroristas, en Francia pero también en Alemania, parece que en este caso los locos enfurecidos no han matado totalmente a ciegas.
Hasta ahora (excluyendo un intento afortunadamente fallido contra una iglesia en Ivry, una banlieue parisina), los fanáticos la habían tomado contra una cierta idea lisonjera que nuestros conciudadanos tienen de sí mismos: la insolencia iconoclasta de Charlie Hebdo, el culto pagano al deporte en el Estadio de Francia, la alegre ligereza del Bataclán y las terrazas de los cafés del distrito XI «radical chic» de París, los fuegos artificiales del 14 de julio en Niza, celebración de una Revolución que promovió ideales pero también produjo realidades menos nobles…
Hoy el caso es completamente distinto. El objeto de la venganza no es Occidente en general ni su prosperidad complaciente y egoísta, que puede parecer un insulto a los pobres del resto del mundo. Es su raíz, su fuente viva aunque tantas veces olvidada, el cristianismo, en uno de los lugares donde, de manera discreta pero invencible, se actualiza de la forma más explícita e intensa: la celebración de la Misa.
La cuestión que se plantea ahora es saber en qué medida los franceses (y los demás) se identifican con las víctimas: un sacerdote anciano, salvajemente degollado, y un puñado de fieles, entre ellos algunas monjas. ¿Osarán reconocerse en ellos y decir “Yo soy el padre Jacques Hamel”, como tanto se gritó y repitió “Je suis Charlie”? ¿O se contentarán con decir que nunca está bien matar a nadie, llegando incluso (a veces) a defender la libertad de conciencia y de culto? Tal vez algo ya se ha movido cuando en las redes sociales se hizo viral, después del camión asesino en el Paseo de los Ingleses, no cualquier otra auto-justificación, sino la de “Pray for Nice” – “Recemos por los inocentes de Niza”, porque el problema no es político ni cultural, sino sobre todo espiritual.
Los cristianos, por su parte, no pueden más que estar conmocionados e indignados, como cualquier ser humano civilizado y digno de este nombre. Pero si tienen que estar aún más conmocionados que los demás no es porque tienen derecho a pensar que sus asambleas eucarísticas ahora están en el punto de mira de estos frustrados presa de pulsiones homicidas desatadas por una propaganda delirante, sino porque se encuentran de nuevo enfrentados, como nadie podía desear ni prever, al misterio del mal en su brutalidad más cruda, ante este enigma insoportable por el cual el amor no es amado, como reveló la Cruz donde se dejó clavar su Señor.
Por tanto, seguiremos yendo a Misa, sean cuales sean nuestros miedos, para recibir al amor que vence al odio y no lo devuelve. Precisamente porque queremos amar a los que se creen nuestros enemigos, las puertas de nuestras iglesias permanecen abiertas.