Japón: de lo que nadie quiere hablar

Hay que saber qué contaminación radiactiva contienen los gases de venteo. En esta cuestión se disparan las hipótesis. Se ha reavivado la polémica sobre la seguridad de las centrales nucleares. No es una cuestión secundaria, más en un país como España en el que se estaban superando viejas reticencias. Pero en la fruición con la que ahora nos aplicamos al debate sobre la energía nuclear hay, aunque sea inconscientemente, el deseo de huir de la gran pregunta que el tsunami reabre. El número de muertos provocado por la gran ola de diez metros que avanzó a 500 kilómetros por hora, sembrando la destrucción, todavía no ha sido fijado. Da la sensación de que el Gobierno japonés está siendo muy cauto. Pero la gran cantidad de desaparecidos hace suponer que la cifra tendrá cuatro ceros.
Preferimos discutir sobre la energía nuclear porque en este caso no hay un culpable: ni el machismo, ni el calentamiento global, ni los terroristas. Salvo que se la echemos, como hizo Voltaire tras el terremoto de Lisboa en 1755, a Dios. A esa imagen de Dios tan moderna y tan infantil que lo convierte en una especie de supervisor de la creación, responsable de todas aquellas calamidades que provocan un sufrimiento misterioso. Una catástrofe como ésta permite reconocer, a los más atentos, que lo de estar vivo no es un derecho que hayamos adquirido de forma irrevocable. Tenemos derecho a que el Estado o que cualquier desalmado no nos quite la vida. Pero la fuente de la que surge esa vida permanece misteriosa, inaccesible e inconquistable. Hoy estamos y mañana no. ¿Evidente? No tanto. ¿Y esta vida, así de dependiente, así de frágil es justa? Ésta es la cuestión de la que nadie parece querer hablar.
El dilema es claro: o el absurdo o una Justicia Infinita que se haya sabido compadecer de los hombres. Benedicto XVI lo explica con una belleza difícil de superar en su último libro sobre Jesús de Nazaret. Fue Pilato el que lo señaló: Ecce Homo. En Él está abrazaba toda la humanidad sufriente y humillada.