Italia, la fuerza del cambio

Si estamos dotados de una capacidad así, ¿por qué nuestro país parece estar parado, atascado (desde mucho tiempo antes de la última crisis financiera)? Todo el cambio del que nuestra gente ha sido capaz nace de la herencia más importante del pueblo italiano, hijo de su historia católica, que luego albergó la tradición socialista y liberal: la capacidad de concebir la realidad como un dato y el conocimiento como un encuentro que implica a un objeto y a un sujeto dotado de deseos irreductibles. El sujeto, cuando conoce la realidad (como dice el primer capítulo de El sentido religioso de Luigi Giussani) no renuncia a poner en juego su deseo de verdad, justicia, belleza que le constituye y por eso la conoce con realismo, respetando su integralidad, sin reducirla a sus propios esquemas.
Un hombre así, que vive a la altura de sus deseos más profundos, no es esclavo de las circunstancias ni de sus convicciones subjetivas, siempre tiene una capacidad más grande para moverse porque está hecho para cosas más grandes. Está marcado por un ímpetu ideal positivo, constructivo, hecho del deseo de conocer, de trabajar, de crear, que ha generado la capacidad para cambiar de la que hemos hablado, crea productos nuevos, que se adaptan mejor a la evolución del mercado, se une con otros para realizar mejor su actividad y genera así actividad industrial, crea obras capaces de responder eficazmente a las necesidades más dispares (educación, asistencia, sanidad, trabajo…), que constituyen un nuevo tipo de bienestar, un bienestar subsidiario.
Entonces, ¿qué es lo que le ha sucedido a Italia? Lo que le ha sucedido es que se avergüenza de su cultura, de su capacidad para conocer "por acontecimiento", que sería, precisamente en el momento de crisis actual, su recurso más eficaz, y busca su camino en otro lado. La contribución más original de los católicos a la vida italiana de hoy puede ser la de despertar este tipo de inteligencia magnánima de la realidad, de la que, sólo como consecuencia, puede derivar también la tutela de los principios irrenunciables y una moral para el hombre. La contribución de los católicos es esta posición distinta frente al desafío de la realidad cotidiana: un modo de conocer no reducido, realista y capaz de un nexo con el deseo humano.
Existe un enemigo de esta concepción que ha hecho grande a Italia. Vivimos en una época, desde 1600 hasta hoy, en que la filosofía y el pensamiento económico y político privilegian otro tipo de hombre: no aquél que conoce a partir del deseo, sino más bien aquél que es negativo, que se mueve según sus pulsiones más egoístas (y que el Estado debe controlar). Al asumir esta concepción, muchos han perdido aquel realismo capaz de cambio y lo han transformado en un lamento cómodo, el del justicialismo y la utopía que delega en el poder de turno, no asume su propia responsabilidad, se resiste al cambio, se separa de sus ideales. No es consciente, y éste es el inicio del declive humano, social, económico y político de los individuos, grupos, y de toda la nación. Las celebraciones por los 150 años de la unidad italiana son una gran ocasión para redescubrir un pensamiento y una praxis más adecuadas a nuestras necesidades y deseos, como individuos, como comunidad y como pueblo.