Italia. Falta confianza, nadie merece ganar (y II)

Mundo · Ángel Satué
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12 marzo 2018
El sistema italiano está en crisis, como el español, porque flojean las relaciones, que son el mayor respaldo de las personas, más incluso que los valores. Estos nacen de una relación anterior que te llena o te destruye.

El sistema italiano está en crisis, como el español, porque flojean las relaciones, que son el mayor respaldo de las personas, más incluso que los valores. Estos nacen de una relación anterior que te llena o te destruye.

1. El sistema político sigue en crisis, y nadie merece ganar. No existe un conjunto de líderes capaces de comprender que el electorado no está ya definido. Es una enorme masa de individuos que han perdido sus referencias culturales, religiosas e ideológicas. Si no hay bancos de peces, ¿cómo se habrá de pescar ahora?

2. Los partidos son vistos, al tiempo, como la solución a, precisamente, el sistema de partidocracia –como en España–, que hace aguas. Sin embargo, siguen siendo elitistas, oligárquicos y endogámicos, dirigidos por cortes de confianza, no de mérito (Renzi se rodeó de su gente de confianza florentina, no de los mejores); su credibilidad ha menguado tras la crisis financiera de 2008; se ha dado una excesiva profesionalización de los políticos, mientras se cuestiona la eficacia del intervencionismo del estado, pese a que es necesaria una cada vez mayor especialización técnica y burocrática.

3. La protesta es natural, legítima, de la amplia clase media con menor salario que en 2008, de trabajadores afectados por la globalización, de jóvenes en paro, de los que ya no trabajan y reciben pensiones, articulada en torno al nacionalismo –como en España, en Baviera, en Silesia, o en Córcega y Escocia– ante la debilidad del estado y la incapacidad de organizar en torno a él a los ciudadanos. Emerge un grito natural que es de miedo y de rechazo, de búsqueda de certezas, que puede pasar al odio y al egoísmo (no otra cosa es el nacionalismo, de por sí ideología excluyente, o el populismo, tan opuesto al humanismo laico y cristiano –que toca la tecla de la virtud–).

4. El problema es europeo también. La mayoría de países europeos están viviendo el auge de una nueva política que apela a las emociones (no confundir con sentimientos), donde se apela a una reforma sistémica, sin buscar entrar en relación con lo viejo para fundar lo nuevo. Como si no fuese necesario participar de una comunidad previamente a su reforma. Como si la revolución fuese el único camino.

5. Hay alternativas, pero no son la mayoría beneficiosas. Totalitarismo, revolución, anarquía, nacionalismo, tecno-europeísmo, están sobre la mesa política de los países de Europa. La democracia se mueve cada vez sobre placas tectónicas.

6. En Europa y en el mundo, el globalismo, la otra cara del nacionalismo, progresa en el aumento del poder tecnocrático y reglamentario –que en Italia impuso a Monti–, no da respuestas “ad hominen”, personalizadas, sino a la gran masa de consumidores o pagadores de impuestos, salvando a las grandes corporaciones (salvo la honrosa excepción de la comisaria de Competencia de la UE); mucho menos es eficaz ante problemas nuevos: migraciones, refugiados, terrorismo, empobrecimiento de la clase media, pérdida de competitividad. Pero el estado tampoco. Es que nadie solo tampoco.

7. Y, finalmente, llegamos a la confianza, piedra angular de la economía de mercado, pues no otra cosa es el valor del dinero, el valor de las relaciones sociales, afectivas, de trabajo, el valor de la palabra de un político, la de un partido. La confianza es el pegamento social por excelencia y se pierde. Y la gente necesita de la confianza como del aire, del agua y de la comida, porque si no se animaliza.

La gran paradoja, como dice el profesor Giovanni Sartori, “es que con las democracias liberales, se pensó que las revoluciones perdían su sentido” y que “éstas pueden ser reformadas y están dotadas de procedimientos capaces de recibir y tratar las demandas sociales”. Ya veremos si esto es así. En pocos años lo sabremos.

El italiano medio está solo, tan es así que ha perdido muchos de sus lazos y de sus relaciones que le hacían ser sujeto constituyente de la sociedad, fundante, fundador con otros de la ciudad común, como decía Santo Tomás. El jurista Sabino Cassese advierte que los partidos “no saben a qué electorado apelar”, y es así porque no hay pertenencia ni comunidades, ni interés, estar dentro de la realidad (inter-esse).

En consecuencia, parece que la crisis italiana está motivada por un grito de búsqueda en plena niebla, de una masa desconectada a pesar de las redes sociales, incapaz de generar espacios de encuentro y de diálogo, y lejos de estar sorda a los cantos de sirena, los quiere oír y, a diferencia de Ulises, no pide que le aten al palo mayor para evitar, llegado el momento, salir en pos de las sirenas. Es decir, se trata de la educación de las masas, ahora confiada al “rey catódico Berlusconi” y sucédaneos, en España y en Italia (¿qué ven sus familiares en la TV del sábado por la noche o las tardes entre semana?).

Estoy con Gianfraco Pasquino que el populismo que ha ganado en Italia aún no es populismo en su versión pura, pero lo malo es que lo parece y puede llegar a serlo (como muestra Cataluña, donde el nacionalismo tiene mucho que ver con la Liga de Salvini).

Aún hay tiempo en Italia, y en el sur de Europa, para el debate ideológico honesto y la altura de miras, y las relaciones entre las personas. La conversación en torno al café y la mirada expectante mientras se hace una buena paella o una salsa de tomate.

El deseo de cambio, el anhelo de los italianos, tiene causas razonables, humanas, pero surge en una gran contradicción ¿No parece que existe una cultura de rechazo a la cultura del consumo, al hipercapitalismo, mientras, contradictoriamente, se consume y se aísla cada vez más al sujeto en una realidad que llegará a ser solo virtual, como en Matrix?

Se da una tensión psico-política y social imposible de sostener, también en la más pura teoría del sistema electoral, entre representación y participación directa, entre plantear la pregunta y buscar la respuesta.

El hombre se sabe digno de mucho más que lo que el estado le puede dar en forma de derechos, que en un futuro cercano serán prácticamente privilegios a cambio de, pero existe un muro invisible que le dificulta al hombre italiano, al europeo medio, ser verdaderamente libre.

Como dice el polémico filósofo alemán Peter Sloterdijk, “el capitalismo moderno presenta un problema particular, unos cada vez más aislados y furiosos individuos se encuentran rodeados de ofertas imposibles, y ante estos deseos frustrados, emerge un impulso de odiarlo todo”, empezando por uno mismo, siguiendo por el otro, y acabando por las instituciones.

En Italia se ha puesto en juego de manera mayoritaria el miedo colectivo, que aún no es odio. Se ha puesto en juego la política barriobajera, que llegará a un tipo de acuerdo que no durará ni mucho menos, como nunca ha sido, una legislatura. Europa vuelve a tambalearse, esta vez de nuevo por el sur. El proyecto de la Unión que ha servido para acallar unos meses, tal vez años, al secesionismo catalán, está por ver que pueda acallar el deseo de participación de los italianos.

Hay un muro de Berlín en Europa de nuevo. La sociedad se polariza. Es necesario que los políticos tengan interlocutores en una vigorosa sociedad civil al otro lado de la mesa, porque ahora más que nunca la política del bien común es la política alrededor de una mesa, comiendo de la misma paella, que han cocinado entre todos, con cantos festivos de fondo.

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