Israel ganará la guerra, perderá la paz
Por cuarta vez en su historia, Israel ha invadido el Líbano. Después de poner de rodillas a Hezbolá en solo dos semanas, no tiene intención de detenerse a mitad de camino. La pasividad del régimen iraní, que prefiere salvar su pellejo antes que el de su criatura, y la luz verde amarillenta de Estados Unidos, a quien no le importa ver derrotado a Hezbolá, dejan vía libre a Benjamin Netanyahu. Este último podrá por fin hacer realidad su sueño de romper el eje iraní, primero neutralizando a Hezbolá y haciéndole retroceder décadas, después quizás atacando directamente a Teherán (y su programa nuclear), privándole así de su mejor arma de disuasión.
Israel va camino de ganar esta guerra. Pero eso no le basta. Quiere cambiar la faz del Líbano y de Oriente Próximo. No se detendrá hasta alcanzar este objetivo, lo que presupone que Hezbolá y su padrino iraní acepten su derrota y la nueva realidad que se deriva de ella. Ofensiva terrestre, bombardeos intensivos: todas las opciones están sobre la mesa mientras los enemigos se nieguen a doblegarse. Lo que queda descartado por el momento, si hemos de creer al número dos del partido chií, Naim Qassem. La República Islámica parece, pues, dispuesta a luchar hasta el último libanés.
Por ambas partes, nadie parece haber aprendido la menor lección de la historia. Hezbolá se arriesga a que una parte del Líbano sea aniquilada en un conflicto en el que el país de los cedros tiene todo que perder y absolutamente nada que ganar. Israel, por su parte, parece capaz de lograr una victoria militar, pero sin poder dar el golpe de gracia a su adversario. Cuanto más intente conseguir la victoria total, más corre el riesgo de perder esta guerra políticamente.
Como siempre en Oriente Próximo, la lógica del más fuerte se impondrá sin resolver nada. La invasión israelí en 1982 condujo al desmantelamiento de la OLP, pero al mismo tiempo proporcionó un terreno fértil para la creación de Hezbolá por los Guardianes de la Revolución iraníes. La intervención estadounidense en Irak en 2003 puso fin a una de las peores dictaduras que ha conocido la región en la era contemporánea, pero también desestabilizó profundamente el país, se cobró cientos de miles de vidas, vació Irak de sus minorías y creó un vacío que los movimientos yihadistas y, especialmente, la República Islámica han aprovechado en gran medida.
Todos los actores de la región consideran que todo le está permitido si es el más fuerte. Se hacen guerras, se asesina a decenas o cientos de miles de inocentes, se desplaza a poblaciones del orden de cientos de miles o millones sin rendir cuentas a nadie. Todos actúan con el mismo sentimiento de impunidad. Bashar al-Asad con su población, Turquía con los grupos kurdos, Arabia Saudí en Yemen, el eje iraní en el mundo árabe… y la lista podría continuar.
Israel no es una excepción, ni en sentido positivo ni negativo. Lo que lo diferencia de los demás actores -aparte de las condiciones en las que nació- es el hecho de que posee un arsenal de destrucción mucho más bien surtido y, sobre todo, que es el único que se beneficia del apoyo indefectible de las democracias occidentales. Éstas caen en una lógica de negación -incapaces de superar los traumas de su propia historia- y a veces de complicidad criminal.
El nuevo Oriente Próximo de Benjamin Netanyahu no será ni más estable ni más pacificado que antes. Al contrario. La violencia llama a la violencia. Y esta dinámica mortífera sin límites, sin reglas y, sobre todo, sin la menor perspectiva política, acaba por alcanzar a todos aquellos que la alimentan.
Los ejemplos abundan. Hezbollah ha construido su omnipotencia sobre la guerra y los asesinatos políticos, y hoy se encuentra abatido con sus propias armas. Israel, por su parte, tiene una superioridad militar incuestionable en la región, pero el atentado del 7 de octubre vino a recordarle que tampoco puede escapar a esta realidad.
En Líbano, Oriente Próximo y en los países occidentales, muchas voces se alegran al ver cómo el eje iraní recibe una paliza sin precedentes. Por comprensibles que sean algunas de estas reacciones, demuestran falta de visión y comprensión de las consecuencias que la probable victoria israelí tendrá en la región.
Además del coste humano -muertos, heridos, refugiados- y de los pueblos y barrios destruidos, el año que ahora termina, y que ha llevado a la destrucción sistemática del enclave palestino ante la mirada indiferente de la comunidad internacional, ha provocado una radicalización a nivel de toda la región.
En un mundo árabe en ruinas, la desaparición de Gaza representa, por así decirlo, el último acto de la tragedia. Lejos de crear un mundo nuevo, la potencia de fuego israelí está simplemente a punto de completar la destrucción del viejo. El resultado será un caos generalizado en el que el sentimiento de injusticia y la voluntad de venganza prevalecerán sobre todo lo demás.
Israel sigue ignorando que no podrá destruir el eje iraní y «cambiar la faz de Oriente Próximo» mientras no se cree un Estado palestino digno de ese nombre. Todo lo demás, sean cuales sean las victorias sobre el terreno, no es más que una huida hacia adelante….
Artículo de publicado originalmente en francés en L’Orient-Le Jour el 1 de octubre de 2024
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