Irán. Los orígenes de la revolución islámica

Mundo · Carlo Cereti
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18 febrero 2019
“Sah raft, Imam amad”. Esta frase es la que mejor capta la esencia más profunda de los acontecimientos que tuvieron lugar el 16 de enero y el 1 de febrero de 1979 respectivamente, abriendo camino, el 11 de febrero de aquel mismo año, a lo que daría lugar a la República Islámica de Irán.

“Sah raft, Imam amad”. Esta frase es la que mejor capta la esencia más profunda de los acontecimientos que tuvieron lugar el 16 de enero y el 1 de febrero de 1979 respectivamente, abriendo camino, el 11 de febrero de aquel mismo año, a lo que daría lugar a la República Islámica de Irán.

Un soberano cansado y enfermo abandonaba Irán, poniendo fin a la dinastía Pahlaví, cuyo fundador, Reza Khan, se inspiró en la república kemalista de Turquía y fue llevado por el propio clero a tomar la corona. Con el paso de los años, un enérgico ayatolá se presentaba como símbolo del nuevo Irán, líder inesperado de una revolución con muchas caras, hija de un proceso de modernización autóctono que dio comienzo en los primeros años del siglo XX para luego tejerse mediante miles de hechos puntuales.

Una revolución imprevista y tal vez imprevisible, dominada por la carismática figura de Ruhollah Jomeini, su guía incontestable. Una revolución marcada por los mismos ritmos que la religión, construida sobre manifestaciones que respetaban cadencias rituales, días de respeto y luto a los mártires, con himnos de alabanza a Dios. Todavía recuerdo el clima de aquellos días frenéticos que siguieron al nacimiento de la república islámica. En los primeros meses, la revolución latía en miles de almas con un movimiento desordenado pero tendente a un futuro mejor. Luego, tras la toma de la embajada de los Estados Unidos de América el 4 de noviembre, llegaron la tensión y la preocupación, un creciente aislamiento internacional, un estado de conflicto permanente. Hasta la agresión del Iraq guiado por Saddam Hussein, que imaginaba un Irán demasiado dividido para reaccionar y quiso aprovechar la ocasión para hacerse con el control del río Shat al-Arab y los campos de petróleo del Kurdistán iraní. El 22 de septiembre de 1980, el dictador iraquí ordenó a sus tropas marchar hacia las fronteras con Irán, cambiando así la historia de la recién nacida república y de hecho de todo Oriente Medio. La guerra que siguió solo fue la primera de un rastro ininterrumpido de sangre que llega hasta nuestros días.

Fazlollah Nurí y la revolución constitucional

Pero vayamos por orden. Las más antiguas raíces culturales y religiosas de lo que pasó nacen en las llanuras de Karbala, donde el tercer imán chiita Hussein encontró la muerte, o quizás antes aún, en las prodigiosas capitales de los imperios persas de la antigüedad, donde se formó la identidad iraní, un sentimiento de ser nación que aún hoy permea la política nacional.

De manera más sencilla, las raíces políticas de la revolución hay que buscarlas en los años de la Revolución Constitucional, entre 1906 y 1909, especialmente en la figura de un eminente líder del clero, Sheij Fazlollah Nurí, que jugó un importante papel en aquellos acontecimientos, primero como promotor de aquel movimiento y luego como paladín de la restauración monárquica, hasta que fue condenado a muerte cuando los constitucionalistas volvieron al poder.

La revolución constitucional consagró el nacimiento de la alianza entre clero y bazar, que unía rasgos de marcada conservación con aspiraciones reformadoras y sinceramente democráticas. Fazlollah Nurí, hombre de cualidades fuera de lo común, dio voz a las convicciones del clero, cuestionando la legitimidad del parlamento para legislar en ausencia de consenso entre jurisprudentes.

Esta postura puede provocar la sonrisa al lector moderno occidental, por lo que se refiere a la famosa expresión evangélica “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, pero plantea un problema profundo y serio en el ámbito musulmán y sobre todo chiita, donde el clero también interpreta las tradiciones en clave legal y ejerce una gran autoridad sobre las decisiones de sus fieles. Aun siendo uno de sus primeros líderes, Nurí pronto se distanció del movimiento constitucionalista, al no compartir la exigencia de crear un parlamento, pues él seguía prefiriendo la creación de una “Casa de la Justicia”, formada por representantes de varias corporaciones, que asegurara el respeto de la sharía. No es casual que Jomeini siempre considerase a Nurí como el primero en dar voz a las aspiraciones políticas del clero iraní, defendiendo la preeminencia de la jurisprudencia religiosa sobre las opciones políticas.

La revolución constitucional fue en cierto modo apoyada por el imperio británico, que acogió a los contestatarios en los jardines de su embajada, pero aquí hay que recordar que el nacionalismo ya era entonces un importante elemento de la ideología de aquellos que se rebelaron al dominio de las potencias coloniales, Rusia y Gran Bretaña, dueñas una del norte y otra del sur del país. Nacionalismo que sería la bandera de Reza Shah, que comenzó su carrera como sargento del ejército qajar para luego comandar la brigada cosaca escalando en la jerarquía hasta ser soberano, como su hijo Mohamed Reza, que en 1971 celebró en Persépolis una representación teatral irreal de los 2.500 años de la monarquía persa.

El testigo de Fazlollah Nuríu lo recogió Ruhollah Jomeini, que en 1970, exiliado en Najaf, dio del 21 de enero al 8 de febrero una serie de 19 lecciones a lo largo de las cuales desarrolló y describió el concepto de “gobierno islámico”, basado en la autoridad jurisprudente, concepto que luego se incorporaría en la Constitución de la naciente República Islámica de Irán. Revolución significativa para la doctrina chiita, que solo reconocía la autoridad del duodécimo imán, oculto a la espera de los últimos días. Una postura que chocó con la de los principales “maraji” (“fuentes de imitación”), chiitas, líderes de un clero que siempre había sido mayoritariamente quietista.

Sin embargo, cuando estalló la revolución pocos esperarían el resultado que al final tuvo. Porque el islamismo tradicional solo era uno de los muchos componentes del movimiento revolucionario, en el que participaban nacionalistas herederos de Mossadeq, izquierda islámica inspirada por Ali Shariati, del partido Tudeh, ligado a la Unión Soviética, en cuyas filas militó Jalal Al-e Ahmad (1923-1969), un vigoroso escritor conocido por haber hecho famoso el término “Gharbzadegi” (occidentalizados), líderes de la clase media decepcionados por el incumplimiento de las promesas del Shah, conservadores contrarios a la modernización anunciada por Mohamed Reza, estudiantes que volvían de las universidades americanas y europeas, y muchos otros.

Una parte considerable de las izquierdas occidentales miró esta revolución con ojos benévolos, captando los aspectos de contraposición con EE.UU y la URSS, pero sin comprender hasta el fondo los rasgos contrarios a la modernidad. “Gharbzadegi”, el término acuñado por el filósofo Ahmad Fardid en los 40, adquirió un nuevo significado gracias a Al-e Ahmad, cuando describe la acepción pasiva de los valores occidentales y en paralelo la pérdida inevitable de esas tradiciones que caracterizaban a la sociedad iraní, con la única excepción del ámbito religioso. En esta nueva acepción, se convierte en un eje central de la ideología revolucionaria y clave necesaria para comprender el curso de los acontecimientos.

La retirada de Mossadeq

La segunda mitad del siglo XX vivió otro episodio que dañó profundamente la confianza de los iraníes en el sistema internacional. Con el fin de la Segunda Guerra Mundial, Reza Shah, sospechoso de tener simpatías alemanas, fue obligado a abdicar en favor de su joven hijo Mohamed Reza. Años después será primer ministro Mohammad Mossadeq, representante de las élites guiadas por un fuerte sentimiento nacional. Este hábil político presidió dos gobiernos, separados por el breve intermedio de Ahmad Qavam, entre el 28 de abril de 1951 y el 19 de agosto de 1953, protagonizando un valiente desafío a las potencias occidentales y a las “siete hermanas” que dominaban entonces sin competencia el mercado de los hidrocarburos. Prestigioso abogado, líder de la antigua nobleza qajar, político de hábitos extravagantes, Mossadeq logró nacionalizar la industria petrolera iraní, reforzando así la independencia del país. Abandonado por el ayatolá Kashani, antiguo aliado, el primer ministro cayó por presiones británicas y americanas, que mediante la Operación Ajax devolvieron al poder a Mohamed Reza Shah.

La revolución fue sin duda hija de la decepción tras el fracaso del experimento llevado a cabo por Mossadeq, fracaso causado por Gran Bretaña y Estados Unidos, que aún escocía a muchos nacionalistas. Tal vez también fue hija de la deposición de Reza Shah al final de la Segunda Guerra Mundial, sentida como la enésima injerencia. Sin duda fue hija de la falta de comprensión por parte de Mohamed Reza de su propio país, unida a una ambición irrefrenable, casi podríamos decir megalómana, que le llevaron a querer modernizar Irán sin tener en cuenta para nada los deseos, necesidades y creencias de la mayoría del pueblo iraní. Ejemplos de esta falta de comprensión fueron sin duda los festejos de los 2.500 años de monarquía, pero también los festivales de arte contemporáneo en Shiraz de 1967 a 1977 por voluntad de Farah Pahlaví, orientados a las élites occidentalizadas del país y a muchos extranjeros que entonces residían en Irán, pero absolutamente incomprensibles para los muchos que aún vivían ligados a las tradiciones.

Dos hechos que cambiaron el curso de la revolución

Sin la toma de la embajada americana por parte de los estudiantes de la línea del imán, y sobre todo sin la miserable y sangrienta guerra dirigida por Saddam Hussein, la revolución tal vez podría haber seguido otro camino. En los 18 meses transcurridos entre febrero de 1979 y septiembre de 1980, varias tendencias se enfrentaron en un clima que a menudo desembocaba en violencia. Algunas formaciones, como los muyahidines, no desdeñaron la violencia y fueron a su vez víctimas de una feroz represalia.

El partido Tudeh siguió en la escena política mucho tiempo, colaborando al principio con el Partido Republicano Islámico, pero en 1982 ya quedó al margen y en los años sucesivos los principales líderes confesaron públicamente la “traición” cometida para complacer a la Unión Soviética. Hasta la izquierda islámica, más influida directamente por el pensamiento de autores como Ali Shariati, perdía terreno entonces, aunque permaneció dentro del sistema con una cierta capacidad de influir en su desarrollo.

Un punto de no retorno

Jomeini ganó la partida gracias a su carisma personal, al mayor arraigo del claro en su territorio, a la habilidad de su grupo más cercano, entre los que se cuentan personalidades que dominarían la política iraní en las décadas siguientes. Entre ellos estaban, por mencionar solo algunos, los cinco fundadores del Partido Republicano Islámico, Mohammad Javad Bahonar, Mohammad Behesti, Abd-al-Karim Musavi Ardabili, Ali Akbar Hashemi Rafsanyani, Ali Jamenei. Los dos primeros murieron el 29 de junio de 1981 en un sangriento atentado contra la sede del PRI que provocó 70 víctimas; el tercero fue un influyente líder religioso y líder del poder judicial; los dos últimos son los protagonistas indiscutibles de los últimos cuarenta años de la historia iraní. Hashemi Rafsanyani fue un estrecho colaborador de Jomeini, presidente de la república y director de muchas escenas políticas de importancia fundamental. Ali Jamenei sucedió a Jomeini como guía de la revolución islámica y hoy sigue siendo el líder indiscutible de la política nacional.

Cuarenta años después de la revolución, estamos en un punto de no retorno. De los cinco fundadores del Partido Republicano Islámico, solo uno sigue con vida. De igual manera, menos de una decena de los grandes protagonistas de los acontecimientos de 1979 siguen activos políticamente. Una nueva generación se está abriendo paso para recoger la herencia. Una generación que se ha formado a lo largo de los años de la guerra, cuya solidaridad y capacidad grupal maduró entonces y que ahora se siente preparada para gestionar el poder.

El primer exponente de esta nueva élite fue Mahmud Ahmadineyad, cuyas estrategias políticas suscitaron varias críticas. De esta generación forman parte personas muy diferentes entre sí, con diversas visiones políticas, entre los que se cuentan políticos, militares, directores, algunos de ellos de una indiscutible calidad y una notable experiencia internacional. Un grupo dirigente aún poco conocido, cuyos confines se van definiendo poco a poco. Precisamente por eso, hoy no podemos saber dónde llevarán a este país. Aunque parece seguro que tratarán de garantizar la continuidad de la república islámica, aunque con posibles cambios incisivos.

Oasis

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