Invitación a la mesa

Sociedad · Gonzalo Mateos
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13 mayo 2022
No hay lugar que disfrute más de casa que la amplia mesa de mi salón. Sin las mesas no se entienden familias, gobiernos, embajadas, iglesias o consejos de administración.

Todo lo que se sucede en torno a una buena mesa es atractivo. Los que participan en ellas han de ser diversos y tratados por igual. Lo que comparten debe ser algo deseado y a conseguir entre todos. Por eso las buenas mesas se preparan cuidadosamente, tienen códigos no escritos, y en ellas se compite para lograr luminosas intervenciones, inusitadas carcajadas o profundos silencios que anticipen una feliz conclusión.

Viene esto a cuento de las recientes elecciones presidenciales francesas. A nuestros vecinos les gusta cuidar al máximo sus mesas. Es envidiable presenciar en sus canales de televisión en horario de máxima audiencia mesas abiertas a confrontar posiciones distintas en asuntos públicos, ya sea la educación en los colegios, la reconstrucción de una catedral o la presidencia del Elíseo. En la República, y que nunca se les olvide, se tiene claro que, a convivir, a acordar y debatir sólo se aprende utilizando el gerundio. Como ocurre en la Unión Europea, donde el milagro de la paz europea se construye a diario en el fascinante edificio Justus Lipsius en Bruselas que es lo más parecido a un parque temático de mesas.

Mucho de lo malo de lo que nos ocurre lo es debido a la disminución de estas mesas. Políticos, intelectuales, empresarios y personajes públicos prefieren hablar tras un atril, en comparecencias sin preguntas, de pie en mítines de incondicionales, en programas en diferido o en diálogos de sordos con conclusiones escritas de antemano. Nuestros líderes, y desgraciadamente la mayoría de nuestros contemporáneos, le han tomado gusto a que les interrumpan con aplausos, les halaguen unánimemente y les eviten tener que lidiar con quienes les pongan en duda.

Asistía recientemente a un viaje con diputados españoles de una comisión donde hace tiempo se ha perdido la capacidad de diálogo y la cortesía parlamentaria. Tras una visita impactante y una buena cena en torno a una mesa común se empezó a atisbar una salida. Una constatación de que sólo la realidad y una mesa común nos pueden sacar del solipsismo y de la obcecación en la que frecuentemente estamos instalados.

Anne Applebaum en el inicio de su libro El ocaso de la democracia relata una exitosa fiesta de fin de año en 1999 cuando reunió en una casa solariega de Polonia a un grupo diverso de amigos liberales, conservadores y anticomunistas que compartían la alegría en el fin del milenio y la buena salud de la democracia polaca que pronto se adheriría a la Unión Europea. En su libro desarrolla por qué en la actualidad, dos décadas después, muchos de esos amigos cruzan la calle para intentar no volver a encontrarse.

Me temo que algo similar nos está ocurriendo a los católicos. Como seguidor de la presencia de los cristianos en la vida pública, tanto en España y fuera de ella, constato con pena que cada vez se nos ve menos en las menguantes buenas mesas. O bien porque no nos invitan o porque preferimos organizar las nuestras para reafirmarnos en que nuestros argumentos son todavía pertinentes. Hablando en términos generales ni estamos ni se nos espera.

A este respecto, Armando Zerolo en su siempre provocador artículo en El Debate reflexiona sobre la ausencia de asuntos “católicos” en la campaña presidencial francesa. Y concluye con dos afirmaciones muy acertadas: que lo católico no es ninguna agenda y que en caso de existir ni siquiera vende a los mercaderes que quieren comprarlas. Y es que no existe una agenda católica porque lo que sencillamente nos define como católicos es que no tenemos ninguna agenda. Es más, como se nos enseñó en la última cena, lo más católico es precisamente una buena mesa, donde incluso entre los invitados asistan traidores y exaltados. La intervención católica en la historia es lo contrario a un proyecto particular. Alguien nos ha debido convencer de que existen “asuntos católicos” cuando lo nuestro son “todos los asuntos”. Y en el caso de que alguno tuviera la tentación de sacar provecho de ello, la experiencia francesa nos ha vuelto a mostrar que los votos que pudieran ganarse son muchos menos que los que acaban perdiéndose.

Y es que en ocasiones solemos ser interesados, irrelevantes o simplemente demasiado aburridos. La perenne queja de lo mal que está todo, la nostalgia de cuando las cosas se hacían bien y la vana pretensión de volver alguna vez a formar parte del poder para retomar una cristiandad que nunca volverá tal y como fue. Y soñamos vanamente en volver a ser los que convoquemos las mesas en las que se decide todo, cuando volvamos a ser reconocidos como el faro moral de occidente.

Este fenómeno de la disminución de las buenas mesas donde un pueblo debate y se construye buscando un objetivo común es el que ha querido denunciar el papa Francisco en su encíclica Fratelli Tutti, donde se afirma que la discusión pública “es un permanente estímulo que permite alcanzar más adecuadamente la verdad o, al menos, expresarla mejor. Pensemos que las diferencias son creativas, crean tensión y en la resolución de una tensión está el progreso de la humanidad”. No hay que tener entonces miedo a diferir, incluso entre nosotros, a batirnos a mesa abierta con todos y a dudar con más asiduidad de algunas de nuestras infalibles creencias. Nos urge a todos volver a convocar y ser convocados a buenas mesas. Pero especialmente a los católicos. Y con rapidez, porque como dice el refrán “a la mesa y a la misa, sólo una vez se avisa”. Y hace tiempo que están repicando las campanas.

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