Intelectuales laicos desorientados frente al islam

Cultura · Robi Ronza
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31 marzo 2016
Esta semana, cuando se difundía por el mundo la noticia de la masacre de inocentes en Lahore, la BBC, uno de los medios informativos más influyentes del mundo, y uno de los mejor informados sobre países que formaron parte del imperio británico, insistía en hablar evitando decir lo que parecía evidente, o sea, que la comunidad cristiana de esa gran ciudad pakistaní había sido el objetivo del atentado.

Esta semana, cuando se difundía por el mundo la noticia de la masacre de inocentes en Lahore, la BBC, uno de los medios informativos más influyentes del mundo, y uno de los mejor informados sobre países que formaron parte del imperio británico, insistía en hablar evitando decir lo que parecía evidente, o sea, que la comunidad cristiana de esa gran ciudad pakistaní había sido el objetivo del atentado.

El titular era genérico y ese dato solo se indicaba al final de la noticia, como si fuera una opinión. Había que seguir la información completa para ver al final que esas palabras correspondían al jefe de la policía de Lahore, no a uno cualquiera que pasar por allí. Solo al día siguiente el coloso inglés de la información se arriesgó a publicar, no en el título pero al menos en las primeras palabras de la noticia, que “Jamaat-ul-Ahar ha afirmado que su punto de mira eran los cristianos que celebraban la Pascua”, aunque inmediatamente añadía que “la policía está investigando tal reivindicación”. Si no fuese por lo trágico de este episodio, daría risa. La absoluta falta de sentido del ridículo, testimoniada en este caso por una institución simbólica de la patria del humor, induce paradójicamente a algunas reflexiones muy saludables sobre la inadecuación de la modernidad occidental para responder al desafío que le plantean las nuevas generaciones musulmanas, y las nuevas generaciones en general.

En la medida en que el laicismo se convierte en la religión de Estado del mundo en que vivimos, y en el vacío que de ahí deriva, solo queda espacio para el nihilismo en sus diversas versiones y Occidente termina siendo una realidad tan irritante como incomprensible. A los ojos de quien lo mira sin conocer ya la tradición, y por tanto sin comprender cuáles son las verdaderas bases de su progreso y a la vez de su capacidad para ser más fuerte y solidario que cualquier otra cultura, Occidente parece una esfinge irritante, un mundo que aparentemente solo se dedica a seguir a toda costa y sin esfuerzo cualquier placer inmediato, y al mismo tiempo el corazón de todo progreso de la humanidad, tanto técnico como civil. Cuando, por ejemplo, vuelves a Europa después de un viaje largo por los países árabes, recorriendo varios aeropuertos, el contraste es evidente. Por un lado vuelves a entrar en contacto con una realidad donde todo es mejor, pero por otro lado vuelves a encontrarte de nuevo ante imágenes seductoras, además de gigantescas, que buscan el erotismo y el hedonismo a toda costa. La lección continúa después en la televisión, en el cine, en los periódicos, en los supermercados, en las librerías… salvo breves apariciones del Papa Francisco o alguna gran figura cristiana, pero siempre citada fuera de cualquier contexto clarificador.

Lo que vale para el visitante, vale análogamente para el hijo del inmigrante musulmán, por definición arrancado de lo que queda dentro de las familias autóctonas de la herencia cristiana, directa o indirecta, e inconsciente. De hecho, también para el hijo del inmigrante Occidente suele ser solo lo que ve en lo inmediato y lo que oye o no en clase. En la raíz de la cuestión está el riesgo creciente de la decadente difusión de generación a generación del saber no solo como formación sino también y en primer lugar como sabiduría.

Un intelectual “laico” pero todavía no encerrado sobre sí mismo, Olivier Roy, sostiene que no estamos ante una radicalización del islam sino más bien ante la islamización del radicalismo. Es una hipótesis interesante, aunque insuficiente. De hecho, no basta para explicar cómo es posible que lo que él llama radicalismo encuentre espacio solo en ambientes islámicos. Más cierto todavía es que lo que tienen en común los terroristas, ya sean de tradición musulmana o europeos autóctonos convertidos, es el deseo –por desgracia gravemente distorsionado– de valores fuertes y seguros con los que identificarse.

Se puede entender entonces la desorientación de la intelectualidad “laica” europea de nuestro tiempo, que no es capaz de dar a ese deseo la más mínima respuesta de cierto interés. Esta intelectualidad, de la que por otro lado el propio Roy constituye un ejemplo, es el último resultado posible de la herencia de la Ilustración con su pretensión de fundarse sobre valores de matriz cristiana desvinculados del cristianismo. En un ambiente caracterizado por el ateísmo práctico en masa, el único resultado posible de esta lección es el libertinaje a corto plazo y el nihilismo a largo. En la medida en que las nuevas generaciones se encuentran inmersas, sin alternativa, en un ambiente así, no para todos pero en cualquier caso para demasiados, la locura del “radicalismo”, hasta el extremo de un terrorismo sanguinario, puede llegar a ser un horizonte posible. Por otro lado, para todos los demás se convierte en una incapacidad para movilizarse y promover, tutelando y si es necesario defendiendo con sacrificio personal, una cultura en la que se vive sin comprender siquiera sus bases ni sus raíces. De ahí la tarea crucial que incumbe a todos aquellos que saben que en Occidente, pero también en otros lugares, hay más estrellas que su filosofía: saber ser catalizadores de una recuperación y movilización que en todo caso está fuera del alcance de los “laicos”, por bien intencionados que sean.

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